Del sablazo al mecenazgo
El potentado, salvo honrosas excepciones, ha sido cicatero a la hora de financiar el arte, la cultura o las ciencias
Actualizado: GuardarEntre nosotros esto del mecenazgo, la fundación, el patrocinio, como herramientas para el sostenimiento y el impulso de la cultura o la ciencia siempre ha sonado a chino. A cosa de grandes emporios con su prominente director de comunicación y relaciones institucionales encargado de ubicar el logo de la empresa en lugar bien visible aunque oculte Las Meninas. Aquí se ha llevado más la técnica del sablazo o como se dice en Andalucía el mangazo. ¡Ahí sí que hemos tenido arte¡ El arte de engatusar la caridad de los ricos o de las marcas, o de las pequeñas empresas, una vez que la teta pública no da más de sí, para financiar lo mismo expediciones para descubrir tribus perdidas en el Amazonas que obras de teatro de incógnitos autores o reparar la cubierta de la capilla románica que se hunde abandonada. Pero aquí los ricos siempre se han resistido a soltar la cartera.
El potentado ha sido agarrado por naturaleza. Salvando las honrosas excepciones, ha sido cicatero y avariento más que propenso a financiar el arte, la cultura o las ciencias. Prefería acumular sus doblones de oro, sus pagarés, sus letras, acciones y bienes inmuebles antes que devolver a la sociedad algo de lo que esta le había brindado. Luego pasaba lo inevitable, que el dinero acababa en herencias un poco desvariadas adjudicadas al chofer, la querida, el último sobrino cabeza-loca o al socorrido destino parroquial sin más indicaciones que : 'para los pobres'. También tenemos una sabrosa casuística de mecenazgo pero al revés. Es decir, los que llamados por su privilegiada situación en la pirámide social a ayudar a los más necesitados, a trabajar por la cultura, el deporte o causas nobles se dedican a dar ellos mismos el sablazo indiscriminadamente. Eso sí, «sin ánimo de lucro».
En fin, somos expertos en 'vender la moto', 'vender humo', 'hacer el gato'. Todas las expresiones son válidas para describir un circuito que funciona en paralelo al de las subvenciones oficiales pero que no alcanza, ni mucho menos, el respetable ámbito de la financiación privada fiscalmente desgravable que opera muy bien en los países anglosajones. El resultado es que los mecanismos de integración de la sociedad civil en la industria cultural quedan al albur del voluntarismo individual sin que haya cuajado un poso sobre el que construir redes de patrocinio y mecenazgo que eviten dejar en manos de la administración el control de la identidad cultural. Fundaciones ejemplares como las de Juan March o Ramón Areces que apoyan la investigación y el humanismo son las excepciones que confirman la regla.
El flamante ministro José Ignacio Wert parece que tiene claro el camino para volver a intentarlo. Ya solo falta que los estímulos fiscales sean suficientemente atractivos para movilizar a nuestros agarrados potentados.