Tribuna

Transparencia

No tiene detractores y eso hace que a veces pasen desapercibidas tanto sus limitaciones como sus costes

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La transparencia goza de la mejor reputación. Todos coinciden en que cualquier avance en esa dirección ha de ser bienvenido. Por ejemplo, y entre otras muchas cosas, en relación con las retribuciones de la clase política, la representación de intereses, el control del gasto público o la protección a los consumidores. En España, la cuestión de la transparencia ha salido a la luz en la última campaña electoral y el nuevo presidente del Gobierno se ha referido a ella en las palabras iniciales de su discurso de investidura. Sin embargo, si lo que esperamos de la transparencia es que pueda convertirse en seña de identidad de un amplio ciclo de renovación institucional convendrá hacer un esfuerzo para precisar sus contornos. Las preguntas fundamentales son: transparencia entre quién, sobre qué y para qué.

En efecto, la transparencia es invocada en causas muy distintas y atiende a distintos objetivos. En su sentido originario se asocia al ideal democrático de la publicidad. Esta primera dimensión de la transparencia está en la base de un amplísimo conjunto de derechos y libertades fundamentales, como las de expresión y de prensa. En un sentido más restringido, transparencia equivale a acceso a la información. Se entiende que el acceso es condición para que los ciudadanos puedan ejercer el indispensable control sobre la actuación de los poderes públicos. La luz del sol -se dice- es el mejor desinfectante, el antídoto más eficaz contra la corrupción. Pero la transparencia se relaciona también, y este es ya un tercer sentido, con la estabilidad y la eficiencia de los mercados. Aquí la transparencia es entendida como instrumento para la asignación eficiente de recursos, por ejemplo, en el terreno financiero.

Cuando el consenso en torno a un objetivo es general, la tentación de no fijarse en los detalles es grande. Lo malo es que es precisamente en los detalles donde se esconde el diablo. En el caso que nos ocupa, el peligro está en acabar creando un desequilibrio insostenible entre las expectativas generadas por las declaraciones públicas y los resultados efectivamente logrados. Y aquí conviene recordar que nada es gratis y que incluso un objetivo aparentemente tan inocuo como éste tiene sus costes. Es frecuente escuchar que transparencia y confianza van de la mano, pues la transparencia promueve la confianza y, viceversa, la confianza favorece la transparencia. De ahí el valor de la transparencia en tiempos de rigor y sacrificio que han de venir. Pero este argumento del refuerzo mutuo, aparentemente sólido, no siempre se cumple en la práctica. No es cierto que el público quiera verlo todo perfectamente claro antes de confiar. A veces sucede precisamente lo contrario: cuanto más negras son las perspectivas, mayor es la tentación de confiar ciegamente. Ni tampoco es cierto que los mercados demanden y aplaudan un incremento de la transparencia que no tenga como finalidad exclusiva el mantener a raya los riesgos indeseados. Ellos nunca olvidan que la información es poder y que transparencia excesiva daña las expectativas de negocio.

A la vista de estas dificultades, el peligro es que la transparencia acabe traicionándose a sí misma. Se dice que ha llegado la hora de llamarle al pan, pan, y al vino, vino, pero se sobrentiende que esto solo se hará cuando toque, en la medida en que resulte útil, o no resulte contraproducente. En realidad, lo que se sugiere es que es necesario dosificar la transparencia, porque es imprescindible reforzar la confianza, pero sin que la nueva información añadida pueda volverse en contra del sistema, despertando la desconfianza de quienes están dentro, los ciudadanos, o de quienes están fuera, los inefables mercados.

Viene al caso, a este propósito, un curioso desplazamiento semántico que afecta al uso del término 'transparencia'. En el campo de las nuevas tecnologías, se dicen 'transparentes' aquellos sistemas que son capaces de modificar sus protocolos de funcionamiento interno sin necesidad de cambiar el interfaz mediante el cual se conectan con el entorno. En esta acepción, el término recupera el significado que tenía habitualmente cuando se aplica, por ejemplo, al cristal, al aire o al agua. Una cosa es 'transparente' cuando resulta invisible, cuando escapa a la vista y a la atención del sujeto. Los sistemas que poseen la cualidad de la transparencia tienen una gran ventaja respecto de los que carecen de ella y es que su utilización resulta particularmente económica para los usuarios. No requieren ninguna clase de adaptación al cambio. Desde este punto de vista, es indiscutible que esta clase de transparencia es extremadamente eficiente. La otra cara de la moneda es que la ventaja competitiva de estos sistemas se produce a costa de una disminución de la información disponible. Ello se traduce, inevitablemente, en una pérdida de control del usuario sobre la herramienta que utiliza. Valga la analogía entre los sistemas informáticos y las instituciones políticas y económicas. Más allá de los eslóganes, la cuestión está en saber qué clase de trasparencia es la que queremos y qué transparencia es la que se nos ofrece.