Tribuna

Condenados por ostracismo

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Es algo inevitable la búsqueda del futuro allí donde existe. Los españoles emigran a cualquier parte en busca de un lugar para trabajar. Están colonizando el mundo con su fuerza de trabajo, a diferencia de lo que en su día hicieron los pobladores de la antigua Hélade, que exportaban capital, productos y consecuencia de todo ello, hasta mano de obra. Así, los griegos en pleno siglo VII a.C. utilizaron las colonizaciones, dada la situación excedentaria en las que se habían convertido los oikós homéricos y producían siguiendo ya técnicas capitalistas. Razones demográficas y sociales hicieron el resto. El año pasado, medio millón de compatriotas se vio obligado por las circunstancias a despoblar España. Cuando la economía no funciona, los habitantes del lugar son eufemísticamente castigados por ostracismo, como método de destierro. La Ley del ostracismo se promulgó en Atenas para ser más exacto, poniéndola en práctica Clístenes en el año 510 a.C., como lucha contra la Tiranía. En el caso español, el castigo ha sido invertido e imputado a quien no es el responsable de la situación. Esta sólo puede ser atribuida a los políticos que desde 2007 nos han llevado al mayor de los fracasos, por no hacer lo que debieron en cada momento. Se dejaron llevar por la inercia de los acontecimientos, hasta que quebraron España y hubo que intervenirla por la acción del BCE en agosto de 2011. Sin embargo, son los ciudadanos los desterrados, en cuanto obligados a emigrar y no los políticos responsables, los mismos que siguen peleándose por mandar en el PSOE. Debe ser la erótica del poder, porque si no fuere así, estarían escondidos y con vergüenza de aparecer en público, por la situación de miseria en la que han dejado el país.

Desde tiempos inmemoriales, se ha insistido en que se podía llegar a un buen proyecto de reforma del mercado de trabajo, fruto del acuerdo de los sindicatos y las organizaciones patronales. Ese y no otro, es el guión preestablecido. El pacto al que pudieran llegar, además de extemporáneo, sería insustancial, por la cantidad de intereses en juego de dichas organizaciones, que no son coincidentes desde luego con los de los trabajadores y empresarios. Así es que el Gobierno se dispone a gobernar y promover el proyecto de reforma del mercado de trabajo. Sólo espero que el Gobierno, no pretenda retrasar la reforma, con el argumento de la conveniencia del acuerdo entre los interlocutores sociales. Una cosa es que sean oídos y otras es que haya que pedirles permiso para legislar.

Si analizamos el coste que ha supuesto para el mercado de trabajo español, la situación de desempleo exacerbado, concluimos que la situación es de auténtica emergencia con cinco millones y medio de desempleados. Pero, si el análisis lo llevamos al terreno de los principios y valores en el que se sustenta el mercado de trabajo español, ello nos lleva inexorablemente a una leyes que tienen como fundamento un Estado intervencionista, populista y falsamente llamado protector del trabajador, con preeminencia de su carácter tuitivo, sólo atribuible a regímenes autoritarios como el del General Franco, incluso al del propio Mussolini. Algunos de los principios y valores de la legislación de aquel en materia de derecho del trabajo, se basaron en la de éste. Y gran parte del fundamento en el que descansa la normativa laboral española, sigue radicando en la Ley de Contrato de Trabajo de 1944. De ahí, la imposibilidad manifiesta de conciliar una economía social avanzada, con unos instrumentos legislativos caducos e incapaces de adecuarse a las circunstancias de cada momento, máxime desde que la economía ha tomado una dimensión internacional, consecuencia directa de la globalización.

La mayor liberalización del mercado de trabajo español se produjo sin duda, al margen del concurso de sindicatos y patronal, con la reforma del Estatuto de los Trabajadores de 1994. Esta tuvo como antecedente, otra no menos importante a estos efectos, que fue el Real Decreto Ley 2/1985, de liberalización de la economía española. Ahora, lo que procede es borrar cualquier vestigio en el que se fundamenta el mercado laboral español y adecuarlo al de los países de nuestro entorno. No importa que la reforma sea fruto de la iniciativa del Gobierno y del debate parlamentario. En realidad, así debería ser en cualquier caso. Pero, los políticos hasta la fecha, no han gozado de valentía en la adopción de las reformas necesarias para que el mercado de trabajo funcione de verdad. Ha habido auténtico pánico a la reforma. De ahí que el anterior Gobierno de ZP, para parapetarse de cualquier crítica, puso como condición que empresarios y trabajadores adoptasen las reformas necesarias, limitándose el Gobierno a normativizar el pacto previamente suscrito, no entre estos, sino entre los llamados representantes más representativos. Lo que después se hizo, exigido por compromisos internacionales, de nada ha servido y a las pruebas me remito. Vayamos ahora a la situación actual. ¿Qué hacer ante la falta de acuerdo o la exigencia de posponer el acuerdo, diciendo que negocian por los siglos de los siglos, pero nada más, sin efectividad alguna? Parece que las cenizas de Milton Friedman nunca se apagan, para justificar que los que alegan el inmovilismo y no hace falta que diga quienes son, -hagan un somero ejercicio de imaginación-, pretenden no adoptar medida alguna, en defensa de su status quo, para que todo siga y nada cambie.

La reforma consensuada, que desde luego tiene ventajas, concretamente el menor coste de su puesta en funcionamiento, también tiene muchos inconvenientes. El veto que cada parte ostenta en la mecánica negociadora, supone por sí un corsé que imposibilita el cambio racional. Es decir, las partes tienen en la dinámica en la que se encuentra la interlocución social española institucionalizada, pocos incentivos al cambio. Sólo el Gobierno, tiene y encuentra incentivos de verdad, racionales al cambio, como representante de todos los españoles. Cuando legisle habrá beneficiarios y perjudicados. Toda acción de gobierno tiene carácter dual. Por eso, el acuerdo unánime, fruto del acuerdo social no es posible, como tampoco lo sería el derivado del 'consenso social', que sería representativo de una pequeña parte de la sociedad. Por los sindicatos más representativos, no llegaría al 9% de la población activa. En la patronal, ni existe en la práctica un sistema específico de imputación de los porcentajes que la legislación establece para adquirir la condición de más representativo.

Así es que Sr Rajoy, gobierne y ponga a trabajar a las Cortes cuanto antes. En pleno siglo XXI, el ostracismo como remedio a la supervivencia debiera estar 'desterrado', precisamente en eso consiste aquel término.