MUNDO

ABRAZADOS EN EL PUENTE

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Herido de muerte en un costado como Cristo. Suplantada la fascinación por la prosaica vulgaridad de lo humano, el 'Costa Concordia' sufre una humillante agonía. La maravilla de la Sodoma y Gomorra flotante, paradigma de un tiempo excesivo, ha transformado al caballero fascinante en gran inválido. Su capitán volvió la vista atrás y es hoy una estatua de sal, compendio de la curiosidad y la vergüenza. Lo patético y heroico abrazados en el puente de mando. Su leyenda de titán crece con la revelación del amor adúltero entre una bailarina y un capitán. La azafata que cenaba con Schettino al embroque fue advertida antes que nadie del naufragio y salió en el primer bote salvavidas. «Domnica Cemortan, de 25 años, llevaba con ella todas sus pertenencias, mientras el resto del pasaje salía con las manos vacías» ('Il Corriere de la Sera'). Ropa cálida y la maleta hecha. La señorita Cemortan había pasado seis meses de intérprete para los pasajeros rusos.

El capitán es un despojo que disputan los caimanes, utilizado por la naviera para exculpar sus errores. El sacrificio de unos pocos y la desilusión de la mayoría nos enfrenta a la gran metáfora política de la arrogancia y el desastre de un país. Para el gigante vencido, de mal en peor. Cada vez son más dificultosas las tareas de rescate, ha comenzado a salir petróleo de sus tripas (en las que aún quedan 2.300 toneladas), y el viento y la marea amenazan con desalojarlo de la roca en la que encalló y precipitarlo a las profundidades. Le puede costar caro a la isla del Giglio el pícaro pellizco del buque en su trasero. Si el moribundo vomita, sus costas, en mitad del parque marino mayor de Europa, se verán amenazadas.

El Gobierno italiano quiere poner coto a esa gentileza irresponsable de saludar a los amigos. El capitán no está en arresto domiciliario, sino sobre la mesa del forense, que interpreta lo que queda de él: la frivolidad demente de quien tiene en sus manos la vida de 4.200 personas, hace caso omiso de cartas de navegación y se cisca en la seguridad, su pasotismo temerario al despreciar el riesgo de naufragio y su trasgresión vergonzosa del código de honor que prohíbe abandonar el barco antes de que todos los pasajeros hayan sido evacuados.

Schettino ha caído en desgracia y todo sirve para afear su conducta y desviar el tema fundamental: quién traza su perfil extravagante ante una misión de tal responsabilidad. Tal vez la mejor definición del personaje sea su patética cobardía cuando explica al exasperado guardacostas que se ha caído al bote salvavidas. ¿En qué cajón esconden las normas éticas de la naviera que lo designa capitán y alcalde la ciudad flotante? Ninguna sofisticada seguridad puede sustituir al ser humano en sus cabales.

De nada sirven los códigos de supervisión en el fracaso que representa cualquier naufragio. Al operador le piden 160.000 dólares (unos 123.000 euros) por pasajero de 'atención médica' e 'impacto psicológico'. Y una mujer británica reclama las cenizas de su marido. Había pedido que fuesen vertidas en el circuito de Mónaco porque nunca había visto el Gran Prix. El capellán de a bordo, Rafaelle Malena, cuenta cómo el capitán lloró como un bebé entre sus brazos en la isla del Giglio. Nadie es perfecto.