Un sencillo cartel que siempre tiene flores recuerda el lugar del crimen. :: B. O.
Sociedad

Fago, la memoria de las piedras

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Vas a encontrar más gatos que personas». La advertencia de una periodista del 'Heraldo de Aragón' a la que había pedido consejo antes de emprender viaje a Fago no era muy alentadora. Otra compañera que también había cubierto la noticia me dijo que la experiencia le había servido para enriquecer su catálogo de dichos. «Desde entonces, cuando veo a alguien desamparado me suelo decir: 'Está más tirado que un periodista en Fago'». La broma me trae a la memoria las imágenes de decenas de informadores deambulando por las calles desiertas de un pequeño pueblo de montaña en busca de un testimonio que ayudase a explicar el asesinato de su alcalde, un hombre de 50 años que se llamaba Miguel Grima. Todos los vecinos evitaban a los periodistas; todos menos Santiago Mainar, un antiguo amigo de Grima que era guarda forestal y que se prestaba a hablar ante los micrófonos con un aplomo que dejaba atónitos a sus interlocutores.

A Fago se llega por una estrecha carretera de montaña que fue precisamente donde se produjo el asesinato. La noche del 12 de enero de 2007, Miguel Grima iba en su coche cuando se topó con unos pedruscos en medio de la calzada. Al salir del automóvil para retirarlos, recibió un tiro de escopeta. El que disparó, según la sentencia, fue Santiago Mainar. El crimen tuvo una insólita proyección debido a la fascinación que ejercen las tragedias que se desarrollan en el medio rural. La investigación sacó a la luz que el odio que se profesaban el alcalde y el forestal se había trasladado a la población, que vivía dividida en dos bandos con posturas irreconciliables.

«Aquí fue vilmente asesinado Miguel Grima Masiá». El cartel que recuerda el sitio exacto del crimen pasa desapercibido al conductor que no va avisado. En realidad es una modesta viga de hierro con dos letreros que podría pasar por una señal de tráfico. A su pie florecen un brezo, un ciclamen y unos diminutos pensamientos de color violeta. Los pensamientos son plantas de temporada, lo que significa que hay alguien que se preocupa de que allí haya flores todo el año. Vuelvo al volante sin poder evitar un estremecimiento al recordar uno de los versos que dejaron escritos los amigos de Grima: «Ese hombre que lo mató fue un asesino cobarde, ese tendría que estar donde llevó al alcalde».

Una viñeta de cuento

Hasta Fago hay aún una docena de kilómetros. La carretera sigue el curso sinuoso del río Majones a través de un paisaje de montaña donde no se advierten señales de presencia humana. Al cruzar el túnel arañado a la roca que franquea el paso a las foces de Fago y Biniés, unas gargantas de aspecto desafiante, tengo la impresión de que atravieso una frontera y entro en otro mundo. La sensación se acentúa al llegar a Fago. Todo es tal y como me lo han descrito. El pueblo, rodeado por montañas y atravesado por un río de aguas limpias y cantarinas, parece salido de la viñeta de un cuento infantil. Me detengo en un puente y me distraigo pensando en lo agradable que tiene que ser darse un baño y secarse al sol del verano en la explanada de hierba que baja hasta el agua.

El pueblo parece desierto y la mayor parte de las puertas de las casas están atrancadas con unos tableros que las protegen de posibles nevadas. No hace mucho frío, pero el invierno empieza a hacerse fuerte en el Pirineo. Una señora mayor aprovecha los tibios rayos de sol sentada en un banco. Le saludo y me cuenta que es de Zaragoza, que desde hace 25 años pasa aquí las vacaciones. Señala con orgullo hacia su vivienda, casa Petruco se llama, mientras relata que hay dos Fagos: el de verano, alegre y lleno de vida, y el de invierno, más sombrío y poblado de soledad. La conversación se enreda y desemboca en el crimen. «Grima era un buen alcalde y los que lo mataron lo hicieron por envidia». ¿Los que lo mataron?, le pregunto sorprendido. «Sí, sí. Por mucho que en el juicio culparan únicamente a Mainar, sabemos que no actuó solo y que hubo otros que le ayudaron».

Dejo a la señora y me doy otra vuelta por el pueblo. Las casas son coquetas y muchas lucen unos tejados a cuatro aguas parecidos a los de las viviendas de la vecina comarca francesa del Bearn. Veo a otra persona tomando también el sol en un banco de la Plaza Mayor. Me acerco y entablo conversación. Descubro que es uno de los vecinos que hace cinco años jugaban al escondite con los periodistas. Vive en Fago desde que nació, hace 88 años, y aún recuerda cuando todas las casas estaban habitadas y los niños apenas cabían en la escuela. Es un hombre cordial que rompe con la imagen huraña que se ganaron los faguenses tras el crimen de su alcalde. Me cuenta que el bar Marieta, aquel que se hizo famoso por colgar un cartel que decía 'Fago no es Nueva York' para protestar por las tasas municipales, echó el cierre y que ahora la casa pertenece a una familia de Zaragoza. Sortea con socarronería las preguntas sobre el crimen que le hago y zanja así la charla: «No es justo que la imagen de Fago se haya manchado tanto por lo que hicieron dos hombres que ni siquiera eran de aquí».

Tanto Grima como Mainar, en efecto, eran forasteros. También lo es Kasilda Aierbe, una guipuzcoana de 35 años que adquirió hace cuatro años una casa en Fago como segunda residencia y que al final se lió la manta a la cabeza y se instaló en ella después de acondicionarla para turismo rural. «El pueblo sigue dividido en dos bandos, eso está claro, pero somos catorce vecinos y hay que convivir. A mí me parece que el origen del problema es que hubo gente de fuera que no supo adaptarse a las costumbres de aquí. Una cosa es ser montañero y otra, ser montañés».

Da la impresión de que Kasilda ha sabido acomodarse a la idiosincrasia de los montañeses. Su posada rural, Casa Alejos, funciona a pleno rendimiento y ha encontrado un trabajo atendiendo el comedor de la vecina escuela de Ansó. Kasilda y sus dos pequeñas hijas representan el futuro de Fago. Ellas llegaron después de la tragedia y sus miradas no están condicionadas por el odio que emponzoñó el pueblo y cuyo susurro aún se adivina en las ráfagas de viento helado que bajan de las cumbres próximas. Están a salvo de la memoria de las piedras.