Editorial

Mubarak y el pueblo egipcio

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La expectación suscitada por el anuncio de que el Gobierno iba a adoptar nuevas medidas de ajuste en su reunión de ayer no fue correspondida por un Consejo de Ministros que solo dio cuenta de que el titular de Hacienda prepara un plan contra el fraude fiscal y la economía sumergida. Esto, junto al hecho de que el presidente Rajoy tiene previsto comparecer en el Congreso después del día 30, una vez celebrada la próxima cumbre europea, invita a pensar que el impulso político con el que el Gobierno inició su andadura hace una semana se enfrenta a la complejidad jurídica que entrañan sus propósitos, a la necesidad de asegurarse su eficiencia y a las diferencias que al respecto puedan aflorar en su seno. Y todo ello en medio de nuevas tensiones para la deuda soberana y el euro. El Gobierno ha fijado el objetivo de recaudar exactamente 8.161 millones más mediante el plan de lucha contra el fraude fiscal antes siquiera de precisar las medidas que adoptará para lograrlo. Las líneas de actuación apuntadas por la vicepresidenta Sáenz de Santamaría para disuadir a los defraudadores y limitar las oportunidades que se le brindan a la economía sumergida deberá concretarlas el Gobierno con prontitud si quiere que sean efectivas en el presente ejercicio. La vicepresidenta confirmó de forma vaga lo que el ministro De Guindos había declarado respecto a la intención del Gobierno de promulgar una norma específica para que el Ejecutivo central pueda supervisar de antemano la elaboración de los presupuestos autonómicos. Tal función fiscalizadora presentaría problemas de constitucionalidad en tanto que afectaría a la potestad legislativa de las comunidades autónomas. Sería más lógico que la obligación de atenerse a criterios de consolidación fiscal contara con preceptos ineludibles en la ley que desarrolle el artículo 135 recién reformado de la Carta Magna sobre estabilidad presupuestaria, con las sanciones a las que su incumplimiento dé lugar. Más allá de la información que los Gobiernos autonómicos deban remitir al central sobre sus proyectos presupuestarios y del juicio que estos puedan merecer al encuadrarlos en el plan de estabilidad, la intervención a priori del Ejecutivo central sobre las cuentas territoriales supondría una tutela excesiva respecto al principio de autonomía y adquiriría inevitablemente un cariz político.

Los fiscales del caso Mubarak, el antiguo mandatario egipcio, han solicitado la pena de muerte para él, su último ministro del Interior y seis colaboradores de este. Los delitos que le harían acreedor a la última pena son para la Fiscalía los esperados: fallar al deber de proteger al pueblo y autorizar que la Policía disparara hasta matar a más de 800 manifestantes civiles y desarmados. La Fiscalía sostiene que fue materialmente imposible que las fuerzas de seguridad, un pilar del régimen anterior, actuaran sin la debida cobertura política y añade un gran argumento: si, como se pretende, Mubarak no dio luz verde para abrir fuego, sí es seguro que pudo cortarlo con una orden porque los disturbios duraron casi tres semanas. Y no lo hizo. Otras consideraciones pesarán sin duda en el veredicto final, entre ellas la hostilidad que suscita ya en el mundo la pena capital. Sea como fuere, ver al antiguo e intocable dictador egipcio en este trance, el primero que pasa un dirigente árabe alcanzado por la 'primavera árabe', es todavía poco menos que inimaginable y, al tiempo, histórico y pedagógico.