Miguel Gila, en una imagen de 1983, ataviado de militar. :: DEMETRIO BRISSET
Sociedad

«¿Es el enemigo? Que se ponga»

El hombre que hizo reír a generaciones de españoles con un simple teléfono resistió las presiones para que actuara con un móvilUna biografía revela aspectos inéditos de la vida de Gila en el décimo aniversario de su muerte

MADRID. Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

A Gila, el hombre del teléfono negro que hablaba con el enemigo, no le agradaban los móviles. El humorista resistió un sinfín de presiones de empresarios del espectáculo que le querían ver con el invento de moda. ¿Qué le habían hecho los celulares? Quizá Gila viese en los inalámbricos un símbolo de la vida ajetreada que detestaba. Porque el hombre que sufrió los desastres de la Guerra Civil añoraba el sosiego. Su pesado teléfono de marcación de rueda le convertía además en el humorista del pueblo y de las élites, el cómico por antonomasia que encandilaba a niños y adultos, a ricos y menesterosos. Ahora que se celebra el décimo aniversario de la desaparición del maestro del humor del absurdo, colegas de oficio y amigos le rinden tributo. Una biografía publicada por 'Libros del silencio' arroja luz sobre la figura de un cómico que hizo reír a varias generaciones de españoles.

El humorista Juan Carlos Ortega y el periodista Marc Lobato han trazado un documentado retrato del hombre que triunfó en su patria y en los escenarios de Argentina y México. 'Miguel Gila. Vida y obra de un genio' rescata del olvido los primeros años de este exponente del humor naíf y surrealista. A su manera Gila fue un pionero. ¿No es acaso revolucionario contar una operación de riñón como un partido de fútbol? Gila lo hizo.

Como hizo muchas cosas más. Militar en las Juventudes Socialistas, luchar en el bando republicano, purgar condena en las cárceles franquistas, sentar cátedra en la radio, ser el hombre del teléfono en televisión y refugiarse en el silencio para redimirse de las brutalidades de la guerra. Un hombre que hace reír con una tragedia tiene mucho talento. Gila deformaba la realidad para hacerla más digerible. Cuando decía que a él le fusilaron mal confesaba la verdad. En El Viso de los Pedroches (Córdoba), unos soldados mal encarados y borrachos descargaron sus fusiles contra unos prisioneros. Entre los cadáveres arrumbados había un hombre que se hizo el muerto. Era Gila, quien huyó cargando al otro superviviente de la masacre, el cabo Villegas. Atrás quedaban unos conmilitones con poca puntería que pasaban el rato comiendo carne de gallina asada en la hoguera.

Pese a que abominaba de la dictadura, Gila se vio obligado, como tantos otros, a actuar ante Franco. Y no por deseo del jefe del Estado, sino por capricho de su mujer, Carmen Polo, quien estaba encantada con «ese joven tan ocurrente».

Ortega y Lobato resaltan la profesionalidad de un cómico que aun a los 70 años se empeñaba en recibir clases de teatro. Destacan los autores del libro que muchos de las anécdotas de sus monólogos tienen una fuerte carga autobiográfica. Contaba Gila en un soliloquio hilarante que cuando él nació su madre no estaba en casa. Evidentemente su madre no se ausentó en aquel trance. Pero quien sí lo hizo fue su padre, que había muerto dos meses antes sentado en una silla, mientras esperaba que le asignaran una cama en el Hospital Clínic de Barcelona. Una ola le había estrellado contra las rocas mientras buscaba cangrejos, un golpe que días después tuvo funestas consecuencias. Así era Miguel Gila, un hombre serio que narraba las más atroces desgracias de una manera desternillante.

Talibanes censores

Si Gila cultivaba el absurdo no menos lo hacía la censura. Los talibanes franquistas tacharon en una ocasión una frase de un monólogo por razones misteriosas. Decía el humorista que cuando su padre salió de la cárcel se le subió un hombre a la espalda al gritar «libre». Sin duda lo había tomado por un taxi. Lo que molestó a la censura no fue la mención a la libertad, sino que la gente interpretase la postura de un hombre encaramado a la espalda de otro como una escandalosa alusión a la homosexualidad.

Gila era un hombre tranquilo. Aborrecía las motos y los coches, que de buena gana hubiera borrado del planeta. No en vano, la guerra que con tanto tino parodió era una manifestación demoniaca del ruido. No admitía de buen grado las críticas a su trabajo, sobre todo las que le acusaban de repetirse en sus trabajos y de explotar hasta el hartazgo la broma del teléfono. Nada más injusto. Gila era un perfeccionista que escribía y reescribía sus actuaciones hasta dejarlas cribadas como el oro.

Aunque Gila era reacio a hablar de influencias, reconoció su deuda con Chaplin y las comedias del Gordo y el Flaco. Admiraba a Miguel Mihura, quien le abrió la puerta para trabajar en 'La Codorniz', la biblia del humor en la España de posguerra. Las viñetas que publicó en aquella revista legendaria eran mucho más duras que sus actuaciones. De muestra un botón. En un dibujo aparece un mutilado sin piernas acompañado de su esposa. Ella sentencia: «Desde que tuvo el accidente de moto, todas las corbatas le quedan largas».

Si este genio del humor buscaba siempre la originalidad, le enrabietaban que le copiasen. Muy sonada fue su disputa con Guillermo Cifré, inventor del famoso reportero Tribulete. Gila se enfureció cuando comprobó que algunas de las viñetas de Cifré habían sido plagiadas de sus chistes de 'La Codorniz'. Cifré escurrió el bulto y solo se avino a admitir que se había inspirado en las creaciones de Gila.