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DECADENCIA DEL REGALO
Actualizado: GuardarSe ha descubierto un nombre nuevo a una dolencia antigua y ahora le llamamos oniomanía a quienes padecen el impuso de comprar todo lo que se les antoja. Los adictos a las adquisiciones compulsivas están defendidos porque no adquieren cosas para los demás y solo compran para ellos, sin reparar en gastos y, a veces, sin reparar en que su guardarropa o su despensa no tenía necesidad urgente de ser reparada. Lo único que se sabe a ciencia cierta de esta enfermedad es que suele afectar en mucha mayor escala a las personas pudientes que a los menesterosos y las pandemias se dan más frecuentemente en los suburbios que en las zonas residenciales, pero hay algo que las iguala: casi nadie regala nada. Han adelgazado las eclécticas cestas de Navidad y quienes antes obsequiaban, más o menos interesadamente, con un jamón, que es la frontera del soborno, ahora lo hacen con una paletilla, que sigue estando muy buena, pero que no es lo mismo. Nunca nos podrá ganar por la mano el benemérito guarrito ibérico.
No hay que preguntarse qué nos está pasando; lo que ocurre es que nos han prometido que vamos a pasarlas moradas y los más generosos han decidido regalarnos solo el oído. Tener una deferencia alimenticia con alguien no es que haya pasado a la historia sino que se ha devaluado y ahora se queda bien sustituyendo unas botellas de Vega Sicilia por unos de esos líquidos indescifrables que consienten envolturas de cartón. Vamos a menos, como nos está explicando a plazos el comedido presidente Rajoy, pero todavía no hemos ido a nada.
La llamada «elegancia social del regalo» no debe desaparecer. Cualquier cosa, entregada con afecto, es digna de gratitud, aunque algunas no sean dignas de comerse o de beberse. Hace falta estar no solo muy mal educado, sino no estar educado de ninguna manera, para insinuarle al benefactor dónde debe meterse él algunas dádivas. Nos recuerdan que ya no merecemos el mismo aprecio por su parte. Ni por la parte que nos toca.