Zapatero, en el Palacio de la Moncloa tras anunciar el 29 de julio el adelanto de las elecciones generales a noviembre. :: D. OCHOA DE OLZA
ESPAÑA

Adiós, Zapatero, adiós

MADRID. Actualizado: Guardar
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Qué tendrá el palacio de la Moncloa que todos sus inquilinos salen de mala manera. Ocurrió con Adolfo Suárez, Felipe González y José María Aznar, y volverá a suceder con José Luis Rodríguez Zapatero. Leopoldo Calvo-Sotelo fue tan breve que apenas tuvo tiempo de molestar a nadie. Hay quien recurre a modo de explicación al manido síndrome de la Moncloa, pero es difícil de aceptar con rigor intelectual que personalidades tan distintas tengan finales de mandato tan similarmente tortuosos por el hecho de vivir en un palacete de la carretera de Madrid a Coruña.

Más parece que el desgaste de gobernar unido a las crisis, sean económicas o políticas, es lo que causa semejantes epílogos. Unos dejan el poder en medio del desamor de su partido, Zapatero y Suárez; otros, González y Aznar, conservaron el calor de los suyos, pero concitaron una notable inquina social. El último presidente del Gobierno soporta los dos baldones, ni deja buen recuerdo a los socialistas ni a los demás.

Zapatero ha acabado engullido por una errática gestión de la crisis económica más grave de las últimas décadas. Los números rojos en las cuentas, la tormenta financiera, las angustias de la deuda, la parálisis productiva y el miedo al rescate arrasaron su programa político y deshilacharon su agenda social. Ni siquiera el final del terrorismo, que en condiciones normales hubiera sido un éxito político de primera magnitud, ha logrado endulzar el regusto amargo de su segundo mandato.

El presidente se va con los puentes rotos con la izquierda después de un primer mandato de luna de miel. Los recortes del gasto, con mordiscos a las pensiones y al salario de los funcionarios, y la adopción de recetas económicas más propias de la derecha han completado la demolición de esos vínculos.

No ha conseguido la sintonía con los nacionalismos, sobre todo el catalán por la gestión del 'Estatut', y con el vasco las relaciones se han guiado por razones de utilitarismo político y sinceridad escasa. Con el PP, para qué hablar, no es que hubiera atisbos de empatía, hubo una agotadora guerra sin cuartel en la que ya no tiene sentido hablar de culpas o responsabilidades.

Baño de realidad

Con todo, el mayor problema político de Zapatero estuvo con su partido, al que ha hecho crujir sus cuadernas ideológicas. Descontado el mayúsculo error de negar la existencia de la crisis durante meses y empeñarse en tesis como la desacelaración o la coyuntura adversa, tuvo que darse un baño de realidad para el que las clásicas recetas socialdemócratas no sirvieron.

Las soluciones keynesianas del plan E o los esfuerzos por mantener la cobertura del desempleo, ambos muy caros e importantes contribuyentes al déficit, se mostraron ineficientes para aplacar un descontento social para el que no había remedio. «Cinco millones de parados son la tumba de cualquier gobernante», confesaba poco antes de las elecciones un ministro. Encima no estuvo fino en la explicación, en hacer el relato que dicen algunos ahora, del por qué de las cosas.

Zapatero, sin embargo, siempre fue consciente de que los pasos que daba eran su tumba política y la del PSOE. El día que dijo que hacía lo que hacía y tomaba las medidas que tomaba «cueste lo que me cueste» sabía el tamaño del precio a pagar. Para los socialistas, aunque con reparos, un rasgo de generosidad y patriotismo. Para el resto, de forma unánime, una prueba más de su estulticia e incapacidad.

La factura fue enorme. El 22 de mayo el PSOE vio volar casi todo su poder territorial y municipal. El 20 de noviembre obtuvo el peor resultado de su historia moderna. Ha pasado de un liderazgo indiscutido al cuestionamiento continuo. Los socialistas, con todo, mantienen las formas con el que aún es su secretario general con la esperanza de que la historia le resarcirá.