Opinion

Derivada salarial

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El presidente in péctore, Mariano Rajoy, decidió aprovechar ayer su visita a Pontevedra para realizar sus primeras declaraciones públicas desde la noche electoral. Sus palabras dejaron patente la gravedad de una situación frente a la que el líder popular solicitó el esfuerzo de todos, advirtiendo de que no puede ser una tarea solo del Gobierno y anunciando que tendrán que adoptarse medidas inmediatas. La alternancia al frente del Ejecutivo está resultando ciertamente lenta cuando la sociedad en general y los actores de la economía en particular esperan que se revelen las intenciones del nuevo gobierno. Pero el conocimiento exhaustivo de las cuentas públicas que éste heredará constituye un requisito imprescindible para que los nuevos gobernantes se pronuncien de forma solvente, por lo que habría dos razones para evitar aventurar medidas antes de la sesión de investidura: la propiamente institucional y la del rigor. Rajoy invitó ayer a la participación de «toda la nación» en un esfuerzo común frente a la crisis. Una necesidad que nadie puede discutir pero que dependerá tanto de la anuencia que el nuevo Gobierno logre en torno a sus iniciativas como de la solidez de estas. Puesto que no se trata de realizar un sacrificio colectivo de austeridad sino de orientarlo en buena dirección. Esta misma semana Rajoy se reunió con los líderes regionales de su partido, quienes al parecer se comprometieron con el próximo presidente en rebajar el déficit en la cuota que les corresponde. El déficit determinará, al finalizar el año, tanto el margen de confianza con el que Rajoy contará de partida ante los mercados y ante los demás socios de la Unión, como el margen de maniobra del que dispondrá para cuadrar los presupuestos para 2012. Pero, tras los recortes de urgencia que el nuevo Gobierno y las demás administraciones deban aplicar para cumplir con los compromisos de estabilidad presupuestaria y hacer frente a la deuda, a Rajoy corresponderá afrontar la tarea más de fondo de redimensionar el Estado reduciendo sus costes estructurales y optimizando su rentabilidad social. Porque si las instituciones se limitan a ajustar las cuentas públicas a impulsos de la presión de los mercados será imposible alcanzar la meta de un Estado del bienestar sostenible.

La incierta negociación de la reforma laboral pendiente entre patronal y sindicatos podría derivar en una discusión centrada en la remuneración de los actuales asalariados más que en la generación de nuevos puestos de trabajo. Los imponderables que sitúan este último objetivo en el ámbito de los deseos compartidos -más que en el del diseño de una estrategia cuya eficacia esté asegurada de antemano- harían lógico que las centrales sindicales reorientasen el pulso hacia la determinación del horizonte salarial. La sujeción de las nóminas a criterios de productividad no es solo una vindicación de los empresarios; constituye también el modo más racional de fijar los sueldos en la economía global. Es comprensible que para asumir esta referencia de indexación salarial los sindicatos requieran más información sobre la marcha de las empresas. Pero sería conveniente que el diálogo social no se enquistara en una confrontación entre la patronal y la representación de los trabajadores con trabajo para derivar hacia la responsabilidad del gobierno los demás problemas de un mercado laboral del que se ven excluidos cinco millones de españoles.