Tribuna

De la paz y otras palabras sagradas

Hay que tener fe en que algún día el hombre reflexione y comprenda lo que son sus congéneres: Hermanos, al cabo, frágiles si se quiere, pero maravillosamente racionales

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Es como el aleteo de un ave incorpórea. Intangible, pero que está ahí, próxima, nuestra, si no necesariamente apresada. La paz dignifica al ser humano: y lo justifica, en cuanto pensante y racional. Empero, con demasiada frecuencia, la añoramos. Porque nos falta, porque no supimos gozarla cuando permanecía entre nosotros, cuidarla debidamente, y nos abandonó. Muchas veces he considerado qué es peor; perderla, o no haberla tenido nunca. Porque pueblos hay, criaturas existen, que crecieron sin saber de ella más que su mero nombre.

Siglos antes de Cristo, Confucio afirmó que «si no estamos en paz con nosotros mismos, no podemos guiar a otros en la búsqueda de la paz»; siglos después de Cristo, Pablo VI afirmaba a su vez que «la paz exterior deriva y depende de la paz interior». Es el hombre, y solo él -su orgullo, su terquedad, su cerrazón, su ceguera-, quien pone en marcha la máquina estruendosa que espanta al ave que derrama sobre los humanos -mirífica- la fraternidad. Con palabra dolorida, lo dejó escrito un poeta andaluz: «Desde que el mundo es mundo, el hombre quiere/ dialogar con el hombre, ser su amigo./ Pero, desde que nace, es su enemigo/ -puente de plata-, y huye, acecha e hiere».

Hiere, sí, impío. La paz es la cara de una moneda cuya cruz es la guerra. Tan dispares y tan unidas siempre. Decimos «guerra», y pensamos en aeronaves implacables, en tanques como lentos robots crueles, en cañones vomitando fuego, en campos de batalla, alambradas, trincheras, soldados a los que el mismo terror embravece. Pero detrás de todo ello, hay pueblos arrasados, una mujer encinta que palpa con desesperación su vientre abultado, una niña descalza que ya ha perdido la facultad del llanto, un anciano que apenas se vale, sin hogar y sin futuro. El rastro que la vesania va dejando -devastación, miedo, orfandad, hambre.- es muy difícil de borrar, no ya en su instante, sino en el tiempo que lo prolonga.

Quien lo escribe, lo ha vivido. Y lo cuenta, porque es su misión. Porque, al otro lado de tanta devastación y tanta tristeza, incluso muchas veces en el centro mismo de ese marasmo irracional, se yergue el periodista, el reportero -hombre o mujer- que, llevado de su vocación primero, de su profesión después, da cuenta de lo que a su alrededor sucede, no sin riesgo de su propia integridad; una valiente manera -aunque a primera vista pudiera no parecerlo- de contrarrestar el daño de las balas, la condena y la tortura. Su voz, sus imágenes, sus palabras, revelan a sus contemporáneos, por lejanos que estén de los hechos, su crudeza y su verdad. Su historia, en vivo presente, ha sido, es y será un día página palpitante de la Historia General del ser humano, tan lastimosamente manchada con la sangre de sus seculares enfrentamientos.

La música de las esferas, universal y acorde, dueña de la armonía, chirría, se rasga. En la reciente entrega de los premios Príncipe de Asturias, el gran director italiano Ricardo Muti, dijo: «Vivimos en la desarmonía, la violencia, la guerra y el odio»: Desarmonía. Una palabra cuidadosamente elegida por un músico para calificar el terrible seísmo que hace temblar este planeta azul que habitamos, milagro pulsante en una esquina de una galaxia perdida en la infinitud del espacio sideral. Cuando Rafael Alberti escribió de la paz, soñó: «una vida de armonía/ en una Tierra dichosa».

Un bello sueño. ¿Inalcanzable? Por desgracia, cabe pensar que sí. Porque no hallamos la forma de imponer -de imponernos- la PAZ, esa que no necesita adjetivos. Sus tres letras, frente a las seis de GUERRA, deberían ser suficientes para colmar, como una lluvia buena, el erial en que amenaza convertirse -trozo a trozo- la Tierra toda, si no frenamos a tiempo su deriva. En estos días que, en nuestro país, ha sonado tantas veces la palabra PAZ -y España, por fortuna, no está en guerra-, la hemos visto usada y escrita con epítetos: «paz circunstancial», «paz de conveniencia», «paz sucia», «paz de fotocopia», «paz artificial». Alguien dejó dicho que había que repetir la palabra «paz» junto a la palabra «amor», «hasta que se pongan de plata los labios».

Pronuncio «amor» y mis labios saben que están repitiendo una palabra sagrada. Porque las hay en nuestra hermosa lengua: amor, madre, libertad, perdón, niño, justicia, igualdad, esperanza., paz. Con ellas podría hacerse un ramillete, para ofrecerlo a quienes, desde posiciones de privilegio, orquestan la partitura de la violencia y el horror. Digo «ramillete» y no estoy pensando en un gentil puñadito de flores, sino en un borbollón verbal desbordante de nobleza, pasión y afecto, capaz -capaces- de conmover y remover conciencias. ¿Utopía? Quizás. Pero hay que tener fe en que algún día el hombre reflexione y comprenda lo que son sus congéneres: Hermanos, al cabo, frágiles si se quiere, pero, por gracia del Destino, maravillosamente racionales.