Tribuna

Felicidad

PROFESOR Y ESCRITOR Actualizado: Guardar
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Hace muy poco he estado en esta ciudad marroquí pasando unos días en casa de Stéphane Braud. Este enamorado de los azules fondos oceánicos ha cambiado nuestra sosegada Medina por la frenética Medina de la populosa ciudad del Atlas. Encuentra en aquellas latitudes esas puertas que él sabe llevar al lienzo con los vivos colores y el atrayente misterio que obtiene con la propia tierra rojiza de aquellas montañas.

La Medina de Marrakech en cuyo laberinto tiene el pintor su casa es un auténtico hervidero humano donde las últimas tecnologías tratan de hallar su hueco sobre unas formas de vida cimentadas sobre un sustrato medieval. Una afanosa industria manufacturera en la que trabajan a diario miles de personas en unas penosas condiciones, y el comercio de estos productos a orillas del río turístico, forman la base de la economía de esta urbe que, históricamente, fue lugar de encuentro de las caravanas provenientes del desierto y los comerciantes que la conectaban con las tierras del norte.

Dentro de sus viejas murallas de barro encarnado bulle la vida. No parece constituir el palpable desempleo una pesada losa para quienes tienen como único objetivo sobrevivir en un entorno en el que llevarse un bocado de pan a la boca y un trago de té no resulta demasiado caro. Con esa ventaja cuentan. Ellos y quienes los gobiernan. Así me lo hizo ver un paisano: si tienes para comer y no aspiras a nada más eres el más rico del mundo. Un golpe que se me antoja difícil de encajar para cualquier habitante de nuestro Primer Mundo, en el que los niños que aún no han aprendido a escribir ya andan detrás del último modelo de iPad, o como demonios se llame.

Encantadores de serpientes, amaestradores de monos babuinos, dentistas ambulantes que exponen su muestrario de piezas dentales de ocasión, profetas coránicos que por unos pocos céntimos de euro te limpian de desgracias tu futuro con la ayuda de burdos amuletos apotropaicos, músicos bereberes y toda una abigarrada multitud de vendedores de todo lo vendible se dan cita a diario en la populosa plaza Al Fna. Por las noches la confusión aumenta en este mismo enclave poblado por millares de personas e iluminado con la escasa luz de las linternas de los tenderetes y de las motocicletas que penetran la multitud como cuchillos en mantequilla, en medio del humo de las fritangas y de los olores a orines y estiércol de los caballos que atados a sus coches esperan el capricho de los turistas.

Observado todo esto con nuestros ojos de visitante ocasional y nuestra mentalidad europea (por más periférico que uno sea) la verdad es que el espectáculo impresiona e incluso resulta abrumador. No llega uno a explicarse cómo se puede llevar una existencia normal en medio de ese aparente caos trufado de contaminación y miseria. Pero hablas con la gente que habita en decrépitas viviendas sin baño y en las que es preciso levantar los colchones de día para disponer de un mínimo espacio, ves a las personas soportando trabajos casi de esclavos o a otras que tratan de pescar un euro con astucia propia de tiempos de Monipodio, o a aquellos que consumen los días en las calles y las tascas sin ni siquiera contar con el aliciente del alcohol, palpas todo eso y compruebas que no se sienten más dichosos pero tampoco más infelices que nosotros, habitantes del Primer Mundo con todos los adelantos habidos y por haber al alcance de la mano.

Marrakech está muy próxima a nuestras latitudes, más cerca por poner un ejemplo que Oviedo o Tarragona. A poco más de una hora de avión desde Sevilla. Y por supuesto más barato. Tal vez este viaje merezca la pena por el sólo hecho de constatar que la felicidad nace en el interior de cada uno de nosotros, y sólo lo hace cuando no le exigimos al mundo, o a la mínima porción de mundo donde nos ha tocado vivir, más de lo que puede darnos. De esa actitud agradecida con la vida, desprovista de cualquier clase de exigencia y también de urgencia por alcanzar determinados paraísos que, como suele suceder con todos los paraísos, son meras ficciones, brota de manera espontánea la felicidad.

También existe otra ciudad extramuros. Una ciudad moderna donde, salvando las distancias culturales, uno puede sentirse como en cualquier capital española de provincias. Pero lo que resulta realmente atractivo es lo que ocurre dentro del recinto amurallado. Es ahí donde la vida se agita con su fuerza primitiva, conservando la esencia de los tiempos de las primeras civilizaciones, por más que las implacables tecnologías se empeñen en conquistar hasta el último reducto del más estrecho callejón del zoco. Ahí es donde te tropiezas una y otra vez con esa gente que sentada en la terraza de un café o a la puerta de cualquier tipo de establecimiento, día a día, de la mañana a la noche, se deja herir de manera indolente por el flechazo dulce de la felicidad.