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Los países ricos desperdician hasta la mitad de los alimentos
Actualizado: GuardarAmuchos estudiosos se les puede reprochar que su vínculo con la materia elegida es meramente académico, teórico, desapegado. Pero no es el caso del británico Tristram Stuart, investigador asociado a la Universidad de Sussex y experto en el despilfarro de comida: él lleva más de una década viviendo como un 'freegan', es decir, su sustento fundamental son los alimentos en buen estado recuperados de la basura. Uno se imagina una frugal dieta de tristes manzanas a punto de pudrirse y algún yogur caducado, pero lo que tiran los comercios pulveriza esas prudentes suposiciones. En una sola visita a los contenedores de un supermercado, Tristram ha llegado a encontrar 28 platos preparados (pollo con vino de Madeira y champiñones, por ejemplo), 16 empanadillas, 83 yogures y postres lácteos, 18 hogazas de pan, 23 bollos, un bizcocho de chocolate, cinco ensaladas de pasta, seis melones y otras 223 piezas de fruta y verdura, seis bolsas de patatas, una red de cebollas, una caja casi llena de tarrinas individuales de margarina, una caja de tetrabriks de leche e incluso una orquídea en su maceta. Todo perfectamente comestible, excepto quizá el tiesto con la flor.
Ese contacto directo con el «escándalo moral» de la comida desperdiciada (así lo definieron los promotores del Premio Sophie de medio ambiente, que le ha sido concedido este año) llevó a Tristram a embarcarse en una investigación que se concreta en el libro 'Despilfarro', recién publicado en España por Alianza en colaboración con Intermón Oxfam. Sus conclusiones asustan: los países ricos desperdician entre un tercio y la mitad de su comida, de sobra para alimentar a todos los desnutridos del mundo, incluso al doble o el triple de personas. Se tira comida en todos los escalones de la cadena de producción, desde la granja hasta el hogar, aunque el caso de los supermercados quizá sea el más llamativo. Tristram Stuart explica que las grandes cadenas se sienten obligadas a tener siempre existencias de todos los productos, para que ningún cliente se vaya de vacío, y además quieren dar «una impresión de abundancia infinita» con sus baldas repletas, por mucho que buena parte de esos alimentos acaben desaprovechados.
Como buen 'freegan', Stuart cuestiona las fechas de caducidad, calculadas en función del peor escenario posible, como si el consumidor fuese a dejar su compra al sol durante horas y conservarla mal en casa: su postura es que la vista, el olfato y el sentido común siempre serán más decisivos que una fecha impresa en el envase. Esa no es la única responsabilidad de los supermercados en la dilapidación de comida. Hubo un momento en las pesquisas de Stuart que le resultó especialmente descorazonador: «Cuando compras sándwiches en las tiendas y supermercados del mundo occidental, nunca te tocan las tapas del pan -explica a este periódico-. Siempre me había preguntado qué se hacía con ellas, así que visité una fábrica que trabaja para uno de los supermercados británicos y descubrí que descartaban 13.000 rebanadas diarias: quitaban las tapas, pero también la rebanada siguiente, porque a veces no tenía exactamente el mismo tamaño que el resto. Eso supone tirar el 17% del pan de molde, un despilfarro horrendo. Al menos, les convencimos de que empezasen a enviar el pan para alimentar al ganado en vez de simplemente tirarlo».
Pero los supermercados, las tiendas y los establecimientos hosteleros, con sus contenedores de basura bien nutridos, no son los únicos culpables del desastre: aunque nos lo neguemos a nosotros mismos, todos tiramos comida que habría podido saciar el hambre de otros. Stuart explica que los británicos desechan 70 kilos anuales por persona, entre los que se cuenta, por ejemplo, el 45% de la lechuga que compran. Los estadounidenses alcanzan los 96 kilos por cabeza. ¿A qué se debe esa falta de cálculo que, más allá de implicaciones éticas, parece un disparate desde el punto de vista de la economía doméstica? Los psicólogos hablan del 'síndrome de la buena madre', que se puede traducir por el clásico 'que no falte de nada', pero Stuart también hace hincapié en «la espontaneidad» que caracteriza la vida contemporánea: «Las listas de la compra han quedado anticuadas, por lo que la gente acaba adquiriendo cosas que ya tiene. Se hace una gran compra, con frecuencia los fines de semana, sin una idea clara de lo que se va a cocinar en los días siguientes». A ello se suman las ofertas de 'dos por uno' y los grandes 'envases ahorro', cebos para tentarnos a comprar demasiado. «Si los consumidores británicos redujeran su despilfarro a la mitad y enviaran el dinero ahorrado, por ejemplo, a Pakistán, se podrían comprar cereales para alimentar a prácticamente toda la población», concluye el autor.
Bananas feas
El primer tramo del proceso, la producción, esconde otras realidades desoladoras. Un caso difícil de asimilar son las normas sobre tamaño y forma de las frutas y hortalizas, una de las manifestaciones más graves de la obsesión por la estética de la comida: por ejemplo, entre el 20 y el 40% de la producción mundial de plátanos se desecha por tratarse de fruta demasiado grande, demasiado pequeña, demasiado curva o demasiado recta. En los pesqueros, los descartes de peces no deseados suponen la muerte inútil de decenas de millones de animales cada año. Y también los países en desarrollo tienen su cuota elevada de alimentos desperdiciados, sobre todo cosechas y pescado echados a perder por las instalaciones deficientes donde se almacenan.
«El éxito de la producción humana de comida en los últimos 12.000 años radica en la creación de excedentes, esenciales para tener existencias durante todo el año, comerciar y protegerse de las hambrunas. Pero hemos ido más allá de todo lo necesario para garantizar nuestra seguridad y estamos forzando los límites ecológicos del planeta», alerta Stuart. No obstante, su investigación también le ha llevado a una conclusión esperanzadora: «Estados Unidos desperdicia más comida que nadie, alrededor de la mitad de su suministro, pero también tiene el mayor sistema de redistribución del mundo: se espera que los supermercados entreguen sus excedentes a organizaciones humanitarias dedicadas a los necesitados. Me he dado cuenta de que la mayoría de las respuestas que necesitamos ya se aplican en algún lugar del mundo: todo lo que necesitamos es juntarlas y ponerlas en marcha en todas partes».