YO TAMBIÉN QUIERO LA INDEPENDENCIA
Al fin podremos esquivar un drama que nos ha perseguido 43 años, que ha ocultado 'nuestros' conflictos tras 'el suyo'
Actualizado: GuardarA estas alturas, cualquier ser humano común está hasta el imaginario rabo de la boina (o txapela) del asunto. Es el efecto de vivir en la sociedad que más información produce, mueve y digiere (?) de toda la historia. Cuando se produce un acontecimiento, nacional en este caso, el volumen de imágenes y palabras escritas o dichas es tan enorme, en tan poco tiempo, que el empacho se produce de forma inmediata hasta convertir en molesto zumbido lo que nos interesó y emocionó unas horas antes.
Esa realidad, que cada cual debe gestionar como pueda, no quita trascendencia a un hecho tan importante y esperado que muchos creímos que nunca veríamos: el final de la violencia terrorista en España. Era una quimera, un sueño lejano que se mentaba muy bajito, por si se gafaba, para los que tenemos menos de 50 años. Nunca hemos conocido la vida sin esa amenaza, sin la punzada al escuchar la interrupción del informativo o la programación, sin la frustración de intentar ponernos en el lugar del funeral. Una y otra vez.
El final de esa angustia provoca una cantidad de emociones que confunde. Cuesta hablar de alegría. Mejor usar alivio. Un drama que ha costado más de 800 vidas y ha destrozado otras miles jamás puede tener final feliz.
Pero como la serpiente nació, como no murió en 1973, ni en el 79, ni en ochentaytantos, tenemos el legítimo derecho a sentir ahora esa versión menor de la dicha que es el alivio, el consuelo. Ya no matarán más. Y ese hecho, aunque aún sea esperanza pendiente de confirmación, está sobre cualquier otra cosa.
Como ha dicho con sabiduría la viuda del único asesinado en la provincia de Cádiz «no hace falta ni que pidan perdón con tal de que no maten más». Es la voz de la autoridad suprema que otorga el sufrimiento en primera persona, ese que es inimaginable para los demás.
El arrepentimiento nada iba a cambiar, ni satisfacción moral sería. Puede fingirse o venderse. Que dejen la pistola enterrada, en cambio, tiene efectos indiscutibles para todos.
Pero pese a esa certeza, los nacionalistas radicales españoles, que a muchos nos dan tanto miedo como el resto de nacionalistas radicales, encuentran mil motivos para la desconfianza, cientos de agravios que reprochar. Ponen un millón de condiciones, advierten contra cualquier suspiro de descanso, claman contra cualquier concesión, quieren la derrota absoluta, como si existiera, como si alguna barbarie de este mundo hubiera acabado sin una conversación, sin una mesa, sin dolorosa generosidad y una pena crónica que soportar a cambio del bien último. Si esta paz es otro amago y acaba en otra horrenda decepción, que se queden los agoreros con el trofeo del «ya lo decía yo», que suele ser el orgullo de los necios, de los que parecen preferir eso de tener razón a que se imponga la paz y la vida.
Si, por el contrario, la renuncia a la violencia es tan definitiva como pinta, muchos ciudadanos de la parte de abajo podremos esquivar una conversación que nos ha perseguido durante 43 años y que ha usurpado el espacio de 'nuestros' conflictos por el 'suyo', ubicuo, machacón e inevitable. Ahora, al fin podremos prestar a los problemas de allí la misma atención que allá despiertan los de aquí. Ahora ya no habrá una pistola que atrape las miradas.
Ahora, sin balas ni bombas, somos muchos los que, en este caso como en el catalán, podremos decir que soñamos con la independencia de ese odio -sembrado a fuego durante el pasado siglo por sus radicales oponentes-, de sus aspiraciones y su derecho a decidir. Ahora que acaba el crimen podrá empezar el debate, aceptable sin salpicaduras de sangre. Y algunos tendremos el legítimo derecho a rogar para que, si son mayoría los que quieren, comiencen por separado un camino distinto que les llevará al mismo sitio: Bruselas. Allí volveremos a compartir el mismo marco legal, económico, laboral y social. Así podrán, como alemanes, seguir echando la culpa de todos sus males al sur.
Pero mientras eso sucede, los que visten uniforme para ganarse la vida ya no tendrán que temer por ella, ni por dejar viudas y huérfanos. Ya hay un invisible frente menos al que enviar a paisanos que, por falta de alternativas o formación, en muchos casos, hacen de carne de cañón.
Este ya se ha quedado ciego y mudo. Al fin.