Alegoría
Las ratas infectas de la economía y el poder financiero están saliendo a la superficie
Actualizado: GuardarAl comienzo de 'La peste', la famosa novela de Albert de Camus, el doctor Rieux se queda un momento pensativo mirando a un empleado de la estación que, con toda naturalidad, pasa a su lado arrastrando un cajón lleno de ratas muertas. Es solo un instante, pero en él se concentra, de pronto, la conciencia de que algo terrible está a punto de suceder. Durante toda la mañana había estado viendo ratas y oyendo hablar de ratas, pero ahora ya eran demasiadas. Esto era definitivo. De la misma manera, las ratas infectas de la economía y el poder financiero están saliendo a la superficie. Llevamos ya mucho tiempo viendo ratas y oyendo hablar de ratas a nuestro alrededor. Al despertar hay otra rata muerta en el lavabo y la apartamos con un bostezo, como si en verdad no fuera terrible que estuviera ahí. Durante el desayuno vemos cómo agonizan, oímos sus chillidos, sus últimos estertores, mientras intentamos saborear el aroma del café recién hecho. Al cruzar la ciudad las encontramos en cualquier lado. En la puerta de la escuela o en la barra del bar. En la boca del perro o en la sonrisa de la camarera. Entre las manzanas de la tienda o al abrir el periódico. Las ratas han brotado y ahora estamos llenos de ratas muertas. Llevamos tanto tiempo conviviendo con ellas que ya ni siquiera estamos capacitados para aterrarnos. Nadie comprende de antemano, ni es grato comprender, el trabajo soterrado y tenaz de la peste, pero hasta ahora el ser humano reaccionaba al ver las ratas muertas.
En el 'Diario del año de la peste', Daniel Defoe hace una crónica en directo de cómo fue la vida de Londres durante la epidemia de peste bubónica de 1665. Y cuenta cómo, con la aparición de los primeros cadáveres, los más ricos, los nobles y burgueses acomodados, salieron de estampida y llenaron los caminos huyendo rápidamente con su familia, posesiones y criados. Escribe Defoe: «Era un triste y penoso espectáculo. Y como no había modo de dejar de presenciarlo de la mañana a la noche (ya que en realidad no había otra cosa que ver) me llenaba la cabeza de sombríos pensamientos acerca de la desgracia que se iba a abatir sobre la ciudad, y la infortunada situación en que nos veríamos los que nos quedáramos en ella». Eso dice: que no había modo de dejar de ver. Ése debe ser el sentido de todas las pestes: el mal que aflora y nadie puede dejar de ver porque se adueña de todo y llena el tiempo. Sin embargo, ahora nos hacemos los ciegos. «¡Creíamos que ya solo era para contarla, la Peste!», exclamaba, por otro lado, Guido Ceronetti en uno de sus aforismos. Habíamos olvidado que la peste siempre está ahí, intrigando, trabajando en silencio. Lo malo ahora, lo más triste de todo, es comprobar que ya ni siquiera nos repugna vivir entre ratas muertas. Y que a todo nos acostumbramos. Incluso a eso.