La buena estrella de Diego Urdiales
Afanoso, valiente y templado, el torero de Arnedo peca de moroso y no remata con la espada dos faenas serias
LOGROÑO. Actualizado: GuardarAbrió un toro de Garcigrande de buen cuajo. Atacado, ancho, nalgudo. El de más peso de la corrida, que, astifina, fue más pareja en carnes que en hechuras. Por corto de cuello, este primero no parecía de los de descolgar. Tenía noble el aire. Y las dos cosas: descolgó con nobleza. Fijo en un largo primer puyazo y metido debajo para un segundo simplemente señalado. Diego Urdiales quitó rumbosamente por chicuelinas.
Brindis al público. Su gente: a Diego lo quieren mucho en su tierra. Iba a ser la faena mejor de la tarde. Compuesta con despaciosa calma, firmeza, decisión segura, tensión en el juego de brazos, finura en los remates, ligazón, parsimonia, buen gusto, valor sin arrebato. Y su desorden. Impropio, porque ese toro telonero fue formal para todo. Que la primera iba a ser la faena de la tarde no se sabía entonces. Ni que iba a ser tarde de avisos, quebrantos y duelos.
Sin razón ni excusa, pues la corado al piso con malas artes, fue propiamente un toro deslucido: por encogido y agresivo, por defenderse casi a traición.
A ese toro lo lidió de maravilla pero en secreto José Chacón: ni un lance de más, ni un regate, ni un capotazo más alto ni largo que otro. Y se sometió ese toro que atacaba por la espalda. De otra ralea, de otra reata, de otro aire. Entre los palabros que traen los tratados de tauromaquia se llama carillanos a los toros que, vistos de perfil, parecen carecer de frente, pómulos y hocico.
Hay un torero de especial talento para liquidar sin perder tiempo esa clase de toros que se defienden como el perro atado en la viña con cadena a la caseta, que ladra y puede morder: ese torero es Morante. Pero Morante no quiso este año venir a Logroño.
No le cumplía. No se trata de echar de menos a Morante cuando un toro galopa de salida y toma por los vuelos los engaños; sino de añorar sus faenas de aliño y castigo, que no todos los públicos aprecian ni todo el mundo sabe ponderar. El don de la brevedad tienen las faenas de castigo.
Castella, atragantado
Por el contrario, la falta de brevedad es taurinamente un castigo para todos. Moler un toro, dos o tres, Avisos, tiempos muertos. Castella no vio a ese quinto toro y no es que no quisiera verlo. Ni le buscó las vueltas. Con los cinco o seis capotazos de Chacón bastó: nadie había lidiado con tanta categoría un toro en San Mateo. Y un toro nada sencillo de lidiar o engañar. Dicen los que saben que el ganadero del año está siendo Justo Garcigrande. La de Logroño era la vigésima corrida que lidiaba esta temporada. Sin contar dos toros sueltos. Uno de ellos, preparado para la corrida de único espada que Talavante va a matar en Zafra la semana que viene.
Talavante estaba anunciado en Logroño dos tardes: la primera, el lunes pasado, con la que fue más que notable corrida de Jandilla -la mejor de Jandilla de este curso-, pero no estaba del todo recuperado de una lesión de hombro que arrastra como cruz de calvario; la segunda, con estos astifinos garcigrandes que, sin parecerlo, tanto se le atragantaron. Castella se sintió desalentado con el toro avieso; Talavante le pegó muchos muletazos despegados y de mero compromiso tanto al bondadoso tercero como al manejable sexto, pero las dos faenas fueron caóticas. De acá para allá, voy, vengo, me quito, me pongo, no soy, no estoy. Y por eso perdió la paciencia la gente.
Castella, arrancadísimo de partida con su primer toro. Madejas de largo para acabar atando en corto al toro. Hasta que el toro empezó a abrirse y a mansear sin maldad.
La estrella era Urdiales. El azar le puso en las manos el toro de más interés de la corrida: un cuarto escurrido de carnes, pero bien armado y conformado. Buenas hechuras. No fue toro de nota en el caballo -la cara arriba, recostado contra el peto, suelto después de sangrarse-, hizo amago de afligirse y, sin embargo, embistió. Y de bravo. Atento con todo lo que se moviera y movió cada vez que Diego lo soltaba; fijo en los engaños, belicoso sin pereza. Menos redonda que la primera, esta segunda faena, demasiado larga tuvo calado, garra, seriedad. No le vio el torero de Arnedo la muerte al toro, que no se descubría. Ni se rindió.