Sociedad

Talavante brillante, Morante sabio

SALAMANCA. Actualizado: Guardar
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La suerte se reparte a ciegas: ninguno de los tres toros buenos de la corrida de Justo Garcigrande quiso entrar en el lote de Morante. De los dos hierros de la casa, la corrida estaba enlotada. Hasta en eso salió perjudicado Morante, que pechó de entrada con un torote acarnerado de casi seis años. Un toro que hizo de todo un poco y respiró por la nariz y por la boca al mismo tiempo. Luego, se jugó de cuarto de corrida el más armado de los seis: las palas grises, las puntas por delante y un estilo agresivo feo, o sea de toro a la defensiva.

Una tarde brillante de Talavante, una versión desigual pero demasiado deshilvanada de Cayetano. Con toros y lotes propicios uno y otro. Pero los detalles más suculentos del menú corrieron a cargo de Morante. Como suele suceder cuando él torea. Un quite a su banderillero Rafael Cuesta, que salía perseguido del primer par.

Saliéndose de tablas a las rayas, y cruzándose a tiempo, un quite con la muleta que fue solo un corte de viaje pero de precisa torería. Y el último capotazo que pegó en tablas: una revolera de vertical composición y dibujada de entrada con la izquierda pero recogida con la derecha, Capotazo de torero mayor, y librado en la inercia del toro, que, ya banderilleado, estaba por entonces huyéndose. Y huido salió de ese lance tan singular.

No es que Morante renunciara con el cuarto, sino que abrevió, según convenía. Sacó el matamoscas sin más. Y hasta eso lo hizo con gracia y encomiable diligencia. ¡Ah, si cundiera el ejemplo ! A ese toro le sacó Morante capote grande, no el habitual, de largo diámetro, y lo pasó con la mano de salida muy alta. El toro se frenó renegado ya entonces. Después, escarbó. Un pinchazo en los bajos, una entera trasera y tres descabellos. Una sonora pita. Y otra al abandonar la plaza, que tuvo ese acento ingenuo de las broncas de artista. En medio del melonar.

El toro de la apertura, después de pelear en una primera vara, coceó el peto, y, sin embargo, llegó a encelarse en un tercer viaje al caballo. ¡Cosas veredes! De salida, se vino cruzado por la mano derecha. Como recién salido del oculista. O buscando uno de urgencia. Un trotecito escamante, un relativo remoloneo. En la muleta se dejó el toro. Pero, sobre todo, quiso y pudo Morante.

Quiso, primero, buscarle al toro las cosquillitas, que las tenía, y, midiéndole el fondo y el sitio, acertó a traérselo limpiamente mecido y toreado. Como si le diera cariño. Caricias. Una tanda de tres naturales y el de pecho fueron de antología. Un pinchazo sin fe, media estocada en la suerte contraria: en prueba de torero que entiende las querencias de un toro.

De los cuatro garcigrandes que completaron corrida, dos fueron sobresalientes. No tanto por la bravura en rigor como por su bondad. O, Juan Pedro dixit, su toreabilidad. El tercero fue un toro de carril. Casi automático. El quinto, de romos pitones, las fuerzas justas pero bastante más fondo de lo anunciado, fue excelente. Influyó la buena mano de Talavante: temple, sitio, macromuleta bien gobernada, pasos perdidos en el momento en que hubiera podido sentirse forzado el toro, acierto en la distancia, soltura, incluso los paseos gratuitos y teatrales fueron para el toro refresco. De caligrafía solamente relativa, pero cosida la faena sin tropiezos, la cosa fue calentando pese a su aparente facilidad porque los toreros verticales que cargan la suerte con la mandíbula o el codo llegan más que casi todos los otros. Una excelente estocada: dos orejas, vuelta para el toro.

Cayetano, airoso en lances y muletazos de acompañar viaje, y aplomado cuando la cosa era de coser y cantar, dio de pronto la impresión, con el pastueñísimo tercero, de estar toreando sin la menor ilusión. Y se notó. Talavante no llegó a meter del todo en la muleta al segundo, que tuvo espinitas y tendía a gazapear, pero eso mismo le dio a cuanto hizo un aura de fragilidad, que es emoción en el toreo siempre. Y, en fin, ni Cayetano ni su gente acertaron a echar el lazo al sexto, un toro moñudo, sangradito en una vara de mazapán, distraído pero que, así y todo, dejaba de tanto abrirse ponerse a cualquiera. A cualquiera que lo hubiera intentado en serio.