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Déficit y flamenco

El talento artístico no está sujeto a patrones igualitarios

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En el proceso de reforma constitucional para controlar el déficit no se ha contado con casi nadie, pero menos aún con un estamento primordial: el de los artistas flamencos. Según dicen quienes saben, el 90% de los ingresos de ese gremio proviene del sector público, que de siempre ha sido muy rumboso -y tal vez muy rumbero- con esa manifestación artística, tan ancestral como telúrica. Así las cosas, ¿qué va a ser de los flamencos y flamenquitos cuando tal reforma se lleve a extremos prácticos y se decida ahorrar en expansiones lúdicas y en disciplinas de esencia atávica, por así decirlo, privando a la ciudadanía del disfrute -y del pago colectivo- de todo leiroleiro? Algunos artistas de la flamenquería tendrán que volver a la fragua y dedicarse a cantar allí martinetes y otros palos muy sentidos y apenados, añorantes de los tiempos de grandes teatros y de gambas en el camerino. Otros tendrán que buscarse un trabajo fuera del ámbito de las actividades creativas de interés etnológico. No faltará algún desesperado que se vea obligado a echarse a las serranías y meterse a bandolero, con catite y manta rondeña al hombro. Ojú.

Cuando la UNESCO declaró el flamenco -así, en bloque- Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, muchos profesionales de esa inmaterialidad se frotaron las manos, porque, en sus cábalas peculiares, entendieron que aquel reconocimiento implicaría una subida instantánea de caché. Y es que, aparte de manifestación ancestral y etcétera, el flamenco es una disciplina que tiene como principal problema estético el caché. Antes, un flamenco cantaba por lo que quisieran darle, y aquello estaba mal. Hoy, no existe flamenco o flamenquito que abra la boca en público si no le pagan hasta el último céntimo de su caché, y eso tampoco está bien del todo, en especial si se tiene en cuenta que, según los informes y las evidencias, el flamenco es algo que pagamos a escote por vía administrativa, así nos guste más el 'reggaeton' que el fandango de Alosno.

Bromas aparte, el flamenco tiene una historia gloriosa, marcada por nombres de grandeza y tronío, por decirlo de la manera más flamenca posible. El problema viene cuando el concepto genérico se impone al hito individual. Es decir, cuando el oportunismo suplanta al talento, cuando la devaluación de un arte se impone, a nivel popular y de mercado, a la esencia de un arte. Cuando cualquier airecillo flamenco, en fin, se hace pasar por flamenco, y lo mismo vale -y lo mismo cuesta- lo uno que lo otro. El talento artístico no está sujeto a patrones igualitarios, pero se ve que las administraciones andaluzas, en su desvelo por popularizar un arte de orígenes marginales, ha tenido que recurrir a un rasero único: todo lo que suena a flamenco es flamenco, y todo lo que suene a flamenco hay que subvencionarlo. Ayayay.