EL MAESTRO LIENDRE

LAS PALABRAS Y LOS LECHOS

Lo nuestro es cantar la decadencia: la simbólica del barco hundido o la real que comenzó hace mucho en cada aula, en cada empleo perdido

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Tan tiesos estuvimos siempre que nos enseñaron a jugar con las palabras porque eran gratis. Como nunca hubo para cacharros, nos dejaban leyendas, historias, chascarrillos, comparaciones, cuplés, hipérboles e insinuaciones. De tanto jugar, tantas generaciones, perfeccionamos el asunto hasta montar nuestra fiesta gorda con eso, sólo con eso, con palabras, frases y rimas con las que nos reímos. Y un chorro de música. Intercambiamos esas letras cada final de invierno en un teatro y en la esquina que tercie, como si fueran estampas. «Mira lo que se la ha ocurrido a éste», «escucha lo que dicen aquellos». Aunque lleguen por vídeos, en papel mejor impreso o youtube, son palabras. No más. La fiesta es eso. Y las guisamos que ni la abuela. Por eso extraña que a nadie se le ocurriera la metáfora exacta de nuestra dulce, cálida, entretenida, paralizante y confortable decadencia. A nadie. Si nos lo hubiéramos propuesto, así, adrede, no sale. Si hubiéramos encerrado en un salón a los mejores parteros de palabras e imágenes de esta esquinita húmeda del orbe, si les hubiéramos exigido un relato, un cortometraje, un guión que resumiera el estado de ánimo de los gaditanitos, oriundos o residentes, del último siglo y medio, jamás habrían llegado a tan certera síntesis.

Aunque les hubiéramos encerrado, con manduca y alpiste bueno, en un salón, presos hasta que lo tuvieran listo: nada. Aunque hubiéramos metido los trienios de humanidad mestiza de Téllez, la documentación inabarcable de Lobato, el ingenio amable y crujiente de Monforte, el brillo, como de sangre, de la mejor prosa periódica, la de Alejandro Luque, Ingelmo, Dani Pérez o Tamara. Toda la viajada sabiduría de Uly. El ojo diestro de Óscar, Miguel, Antonio, Julio, Ru-so, Pedro Sara, Nacho Sacaluga, Zapata y Rafa Marchante (a Roca lo apartamos para evitar coñas). Y a Benítez Ariza y Benítez Reyes. Y Yolanda Vallejo. Y Montiel. Y a Diego Boza y Pichili. Y a todos los asesores anteriores y actuales. Y a los diseñadores de ideas más rompedores de la zona (de NoTime a Pedro Álvarez). Y la narrativa chirigotera de Selu, Bocu, Yuyu, Vera y Canijo. Y a todos los autores de ilegales en complú, de las vocales a las niñas, de los Rosado al Gómez y el Matito. Y la canalla lírica de Bienvenido y de Martinezare redivivo. Y el toque de Martín, Nandi y Pardo. Y el zumo de talento de los mejores tuiteros, de los blogueros mejor informados del último movimiento, y de los más sensibles o repentistas, de Ampharou a Carmelo (qepd). Todos, en impensable asamblea, perpetua como condena, habrían sido incapaces de poner mejor epitafio a la decadencia del imperio gaditano. Su buque insignia, viejo, desvencijado, económicamente ruinoso (dicen), sostenido por salvavidas institucionales (o sea, pagábamos todos), se hunde por casualidad (o no) una tarde anodina del penúltimo día de agosto.

Porque nunca fuimos imperio pero queremos nuestra decadencia. Nuestros suicidios de 1929 sin rascacielos, nuestro muro de Berlín sin comunismo, nuestro 11-S sin aviones, nuestra estatua de Saddam pero con chinos, nuestra caja de cartón de Lehman Brothers aunque estábamos de baja.

A nadie se le ocurrió que esa imagen nuestra era la del barco al que todos cantábamos pero al que nunca íbamos. Ahora pedimos que lo rescaten con el mismo material que lo hacía flotar, nuestro escote. Porque es un símbolo. Y nos gustan los símbolos, las palabras, las fotos sepia. Tanto que más que perder un barco, que ni mirábamos al verlo pasar, nos jode perder un pasodoble, un himno. Eso sí que fastidia. ¿Cómo remataremos ahora los convites de boda? ¿Con el 'You'll never walk alone'? Anda ya.

Somos los campeones del «allí nos vemos», de pulsar el botón «me gusta» y del «cuenta conmigo». Nos sale muy bien. Claro, son palabras. El abismal salto a los hechos se nos da un billón de veces peor. Para estar a la altura de la tradición local, demostrar gaditanía y jugar con las palabritas, digamos que somos expertos en pasar de las palabras a los lechos. En el caso del barquito, es uno de lodo y lo sacarán. Luego vendrá la bronca de veras, a ver quién quiere el caro muerto resucitado. En caso de los gaditanos, es un mullido tálamo de manoseada nostalgia desde el que masticar sin final, como complacidos espectadores, la supuesta decadencia, la de un barco, y otra real, la que comienza en las aulas y acaba en cada empleo perdido, en cada emigrante. Pero eso es muy difícil de arreglar. Nosotros somos gente de palabras. Ni de acción, ni de números. De palabras.