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La victoria más generosa de Lastras

El nuevo líder dedica su triunfo a los fallecidos Tondo y Weylandts, mientras Menchov se hunde e Igor Antón sufre

TOTANA. Actualizado: Guardar
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Pablo Lastras llegó a la meta de Totana con las piernas atadas al corazón. Miró la pancarta y sobre ella vio correr toda su vida: lleva 27 de sus 35 años subido en una bicicleta. En su mente se agolpó entonces un enjambre de seres queridos. Venía solo porque había dejado atrás en el alto de La Santa a Chavanel, Irizar y Pydgornyy. Tenía tiempo para hacer memoria. Para lanzar una mirada lejana hacia el cielo y hablarles a los suyos. Se santiguó por la madre, por Rosa, la caricia que le falta desde 2003. «Ella me enseñó que lo importante es vivir, luchar y sonreír». Los tres verbos que mejor conjuga. Luego miró arriba, hacia Xavier Tondo y Wouter Weylandts, los ciclistas, los amigos fallecidos. Y antes de cruzar la línea se besó sus cinco pulseras, sus «amuletos», y se golpeó el pecho. Por la novia, los amigos, los que le quieren. «No lo tenía preparado. Me ha salido del corazón». El motor que ayer tiró de sus fatigadas piernas para llevarle hasta la victoria y el liderato de la Vuelta. Entró tan feliz como asfixiado, pero es que cargaba con muchos recuerdos.

El sol sigue sacándole brillo a esta edición. Los ciclistas, presos en las carreteras que iban de Alicante a Murcia por el interior, se sentían como huevos fritos. Aquí el sol se pone caliente desde que amanece. Tremendo. Y pasa factura. En la meta de Totana, Menchov perdió un minuto y 23 segundos. Igual que Kruijswijk, el nuevo talento holandés. Menchov, el favorito inicial, está ya a dos minutos de Nibali. Agarrado al mastil de un barco que se hunde. Ahogado en calor. También a Igor Antón le faltó aire en el alto de La Santa (a 13 kilómetros de la meta), en plena Sierra de Espuña. Canta la chicharra. Sin viento ni una mancha en el cielo. Cuentan que un siglo atrás aquí había pozos de nieve, almacenada para repartirla luego en verano entre los hospitales, los bares y las pescaderías de Murcia. Por el camino se perdía la mitad, claro. Fundida por el calor que nunca abandona esta región. Ese negocio se acabó cuando abrieron una fábrica de hielo en Totana, la meta de ayer. Hielo sobre brasas. Así se sintió Antón. Llegó fundido, aunque con el tiempo de los mejores. Un escalofrío le recorría la espalda. Al tacto de un susto. Y en vísperas de llegar hoy a Sierra Nevada. Más nieve al sol.

«En Sierra Nevada que pase lo que sea», se despreocupaba Lastras, líder por primera vez. Su profesión no es pelear por la clasificación general. Vive a corto plazo. «Así corro. Un día salgo como si fuera una clásica de primavera. Y otro, me meto en la 'grupeta' que llega a media hora». Ayer tocaba clásica. De verano. Eusebio Unzúe, mánager del Movistar, se arrimó a Lastras en la salida. Le soltó una palabra: «Confianza». El corredor madrileño captó el mensaje: salió a buscar su día. Todos confiaban en él. Sus compañeros Erviti, Madrazo y David López le protegieron hasta que se montó la fuga. De cuatro: Lastras, el guipuzcoano Irizar, el ucraniano Pydgornyy y el francés Chavanel, un buen francotirador. Malo para tenerlo a la espalda. Lastras es un ciclista docente. Imparte clase a diario. Sabe. Ayer era clave hidratarse, beber el sudor que el sol le quitaba a cada kilómetro.

Así, al borde de la insolación, llegaron los cuatro al alto de La Santa. Un calvario pese a ser de tercera categoría. «La experiencia es un grado», dijo el madrileño con el tópico a mano. Notaba que en sus piernas ya sólo quedaba una bala. No hay destino que no se venza con voluntad. A 250 metros de la cima disparó. Agarró una veintena de metros y se colgó del descenso. Ver curvear a Lastras es un curso de ciclismo. Seda. Los mejores no frenan; bailan con cada giro ceñidos como un tango. Así bajó. Enseguida ahorró 25 segundos. Ya se acercaba a la diana cuando notó que sus piernas se entumecían. Alarma. Calambres. Alfileres en los músculos. «Soy veterano, que no viejo». Y pedaleó sobre un desarrollo más suave. Sin un gesto brusco. Al límite. Sacó oro de la escasa energía que conservaba. Detrás, Chavanel e Irizar, también con calambres, se entretenían entre reproches. Su lucha ya era por el segundo puesto.

Un regalo a Tondo

Aquí, en la Sierra de Espuña, había un sanatorio para tuberculosos. Un lugar fantasmal que lleva tiempo cerrado y vacío. Dicen que aún se oyen voces, portazos, susurros; hay quien asegura haber visto algo, a alguien. Ayer, en Totana, a la puerta de esa sierra, Lastras conversó con sus ausentes. A Xavi Tondo lo mató en mayo la puerta de un garaje en Sierra Nevada. A Wouter Weylandts, el roce traidor entre su pedal y un bordillo en el pasado Giro. La distancia de milímetros que separa la vida de la muerte. A Rosa, su madre, se la llevó el cáncer. A ella dedicó en 2003 el triunfo en la etapa del Tour. «Era el día de su cumpleaños», recuerda. Ayer se acordó de ella. Y de ellos. De todos. A casi dos minutos llegó el pelotón. En el puesto 43 iba otro compañero de Lastras: Beñat Intxausti. El que estaba con Tondo en Sierra Nevada cuando aquella puerta degolló al catalán. Intxausti compartió el triunfo. Y levantó los brazos hacia el amigo perdido.