El son del chaparrón
Juan Perro regala una caótica noche de alegría en el Baluarte de la Candelaría
CÁDIZ. Actualizado: GuardarAunque tenga mucho de científico, aunque pueda enseñarse, aprenderse, medirse y escribirse al milímetro, a la hora de la transmisión entre seres, la música viola todas las normas matemáticas posibles. La noche del viernes en el Baluarte de la Candelaria fue una bendita suma de elementos desatrosos, criticables o decepcionantes que resultaron ser, todos juntos, una placentera ceremonia vital difícil de calificar. Probablemente el sonido no fue el mejor. Seguramente el cantante no es un prodigio vocal. Quizás la comunicación entre los de arriba y los de abajo era más bienintencionada que eléctrica. El repertorio habría sido modificado en más de un 50% por más de la mitad de los presentes. Hacía una levantera modelo maldición bíblica y, para colmo, la velada fue bruscamente interrumpida, como las cenas que acaban precipitadamente por una llamada, por un chaparrón. Ni un bis, ni un adiós, todos a la carrera, intérpretes y asistentes. Una de las dos o tres veces que llueve en Cádiz en todo el verano, coincide con uno de los días más calurosos del año y con un huracán bochornoso. Metáfora meteorológica, muy cubana, como buena parte de lo interpretado, de todo lo que sucedió alrededor de Juan Perro, tan anárquico, perjudicado, raro, inclasificable, inolvidable y euforizante que mejor estar que decir.
Sin vender todo el papel ni llenar el patio central del Baluarte de la Candelaria, el entorno y el ambiente parecían los mejores. Público cuarentón y ochentero, masticando en secreto una admiración perenne a Radio Futura, el grupo más influyente de pop-rock de aquella explosión postransición, el único que envejece con dignidad, que no chirría 30 años después. Sin embargo, tocaba escuchar los últimos (y no tanto) pasos musicales de la ecléctica carrera del líder de aquella banda en la que todos pensaban y nadie mencionaba. «Que cante algo de aquello» era la oración omnipresente pero silenciosa. Santiago Auserón, o su alter ego, Juan Perro, abrieron la velada sin retraso y ante medio millar de personas con 'Abre la puerta Dolores', ese contagioso y sabroso himno al amor del artista por el son cubano. Todo el mundo llevaba un pantalón pitillo bajo la guayabera que lucía por pudor. El idilio del autor con La Habana y Santiago, con el son, ha marcado completamente, al menos, tres de sus discos como solista y, por tanto, es un apartado, un sonido, fundamental de su repertorio individual. También fue la base de una hora de las dos que estuvo sobre el escenario, los primeros y los últimos 30 minutos, al menos, con 'El baile del pescado' como máxima expresión al cierre. Entre ambos capítulos antillanos, presentó su nuevo disco, que ahora tiene el mismo color de piel pero acento afrancesado de Nueva Orleans. 'Obstinado en el error' y su homenaje a Malasaña fueron algunas de las piezas más aplaudidas y vitoreadas de los divertidos saltos en el tiempo, el espacio, el estilo y los ritmos.
Una pequeña concesión
Según avanzaba la noche, algo raro se hacía presente. Auserón no quería un concierto al uso. El público suspiraba por algo de aquello, ya sabes, de lo innombrable. Solo hubo una concesión, una exquisita versión de 'La estatua del jardín botánico'. En cuanto el cantante dijo «bueno, qué queréis» saltó la luminosa maldición que le persigue: Radio Futura. Cedió esa pieza, quizás el mejor momento de la noche por la sutileza de la versión acústica, y ni una más. Que cogéis confianza. A partir de ahí, cada vez más suelto y desinhibido, por ser corteses, insistió en declararse harto del «orden de las canciones», «de las reglas del show bussiness» y la «radio fórmula», «no me déis la razón», «no me digáis lo que quiero oir, decidme la verdad», derrapando hacia un divertido gamberrismo musical, hacia la improvisación, haciendo muecas para una fan que se subió a fotografiarle en el escenario, el concierto derivó hacia un estupendo caos, hacia una incorrección maravillosa, una chapuza festiva a la que el cielo, que siempre vela por las buenas costumbres, decidió poner fin precipitadamente antes de que llegara el ansiado desfase. De pronto, goterones de lluvia de medio litro cada uno, técnicos a la carrera para tapar el carísimo instrumental de un escenario pensado para el aire libre, impensable para la lluvia. Juan Perro, en lo mejor del querer, loco por incrementar la travesura, ya considerable, y limpiarse el sudor con el guion, agarrado a un altavoz, se despidó casi sin que le mirase nadie. Cuesta saber si el concierto fue maravilloso, bueno, regular o desastroso pero, desde luego, ninguno entre los presentes puede negar que le resultará inolvidable, aunque sea por caótico, casual o incontrolable.