'Monumento a la libertad' en Zuasti. :: JAVIER SESMA
Sociedad

Cascotes de historia

El Muro de Berlín, de cuya construcción se cumple medio siglo, ha acabado repartido por el mundo en forma de monumentos, souvenirs e incluso soporte para urinarios

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Durante casi tres décadas, el Muro fue símbolo de la opresión, del desprecio totalitario a las libertades, de la indiferencia con la que una ideología puede aplastar vidas en nombre del supuesto bien común. Esta noche se cumplirá medio siglo del inicio de su construcción: el 13 de agosto de 1961, los berlineses amanecieron con su ciudad dividida físicamente, como un triste microcosmos que resumía la desconfianza y los rencores de la Guerra Fría. El Muro superó los 150 kilómetros de longitud en su versión definitiva, compuesta por 45.000 piezas de hormigón armado en forma de ele, con una altura de 3,6 metros y un peso de dos toneladas y media, concebidas originalmente para fabricar silos de granja. Un tramo separaba los dos sectores de la capital, mientras que el resto aislaba el lado occidental del territorio de la RDA, aquella Alemania que se decía democrática. Se mantuvo ahí, inconmovible, hasta 1989, cuando su caída lo convirtió en símbolo de otras cosas: de las nuevas libertades, por supuesto, pero también de la asombrosa facilidad del capitalismo para convertir en mercancía cualquier objeto, incluidos los cascotes del pasado.

Aquel 9 de noviembre de 1989, en cuanto la población empezó a echar abajo la odiada tapia, se produjo la aparición de 'picamuros' interesados, que acudían provistos de herramientas para llevarse las mejores reliquias: la estructura mantenía su gris primitivo en el lado oriental, pero estaba profusamente decorada con grafitis en el occidental, y esos diseños de colores vivos hacían que unos fragmentos tuviesen más salida comercial que otros. Los propios gobernantes de la RDA fueron conscientes de que aquel mamotreto que habían erigido como «protección antifascista» podía convertirse en un producto rentable, así que, antes de emprender la demolición oficial a principios de 1990, asignaron a una sociedad pública, Limex-Bau, la tarea de gestionar la venta de sus pedazos. Una de sus primeras iniciativas fue la subasta en Montecarlo de 81 segmentos seleccionados por lo vistoso de sus pinturas: se colocó más o menos la mitad, con una abultada recaudación de 630.000 dólares. Entre los compradores que se llevaron a casa dos toneladas y media de hormigón histórico estaba, por ejemplo, el rey de Tonga.

Algunas personas se vieron implicadas en este peculiar mercado por accidente. Joseph Sciamarelli, un contratista de Nueva Jersey, pidió a su hermano militar que le enviase desde Berlín algún resto del muro. La cadena CNN aprovechó para grabar un reportaje en el que se mostraba la salida del paquete y su llegada a casa de Joseph, y alguien en la RDA debió de pensar que aquel tipo era un pez gordo. Al día siguiente, le llamaron para ofrecerle en exclusiva la representación en Estados Unidos. Sciamarelli fue el intermediario que facilitó un panel del Muro a Ronald Reagan para su museo y otro a Gerald Ford para su biblioteca, e incluso proporcionó miles de trocitos pequeños para promocionar una versión de 'The Wall', el disco de Pink Floyd.

Hoy, a fuerza de ventas y de obsequios oficiales, los fragmentos del Muro se han repartido por todo el mundo, de Ciudad del Cabo a Nueva Escocia, de México a Singapur, de Oslo a Canberra. A algunos les ha correspondido un papel de cierta dignidad histórica: en el Westminster College de Missouri, donde Winston Churchill utilizó la expresión 'telón de acero' en un memorable discurso, se conservan ocho secciones del Muro transformadas en escultura por Edwina Sandys, nieta del político inglés. La artista recortó en ellas las siluetas de un hombre y una mujer, y el exlíder soviético Mijaíl Gorbachov redondeó el simbolismo cuando, en una visita, cruzó de un lado al otro a través del hueco. A otros fragmentos de la estructura, en cambio, les han tocado destinos menos nobles: quizá el peor de todos sea el de servir como soporte de los urinarios de caballeros en el Main Street Station, un casino de Las Vegas. Es una función muy distinta a la de separar dos visiones del mundo, pero también brinda sus satisfacciones: este año, los váteres en cuestión se han colocado entre los diez finalistas del premio a los mejores lavabos de América.

Hay paneles del Muro en el Vaticano y en el santuario portugués de Fátima. Adornan instituciones y empresas de todo el planeta. Y, por supuesto, también llegaron a España: en el Parque de Berlín, en Madrid, tres paneles emergen del estanque de una fuente, mientras que un cuarto forma parte del 'Monumento a la libertad' que adorna el área de servicio de Zuasti, en Navarra. ¿Nadie ha aprovechado una parada en la gasolinera para hacer pintadas sobre una superficie tan ilustre? «Pues la verdad es que no -responden en Autopistas de Navarra-. Al principio se le dio un revestimiento especial, pero no ha habido problemas de ese tipo». Se sabe también que un empresario alemán instaló un fragmento del Muro en el jardín de su casa de Ibiza. Y todavía llegaron a España otras cuatro eles de hormigón que acabaron trituradas en 200.000 porciones, repartidas como obsequio a los lectores por la revista 'Tribuna'.

Original, pero pintado

Porque, de aquellos 45.000 bloques idénticos que componían el Muro como piezas de un aburrido juego de construcción, muchísimos han acabado en el menudeo, reducidos a pedazos manejables que se han convertido en el souvenir típico de Berlín. Sobre este sector comercial planea un nombre inevitable: Volker Pawlowski, un albañil de Berlín occidental que olió rápidamente el negocio y adquirió un centenar de paneles, es decir, 250.000 kilos de hormigón armado sin una clara utilidad inmediata. Hoy se mantiene como el principal proveedor de recuerdos del Muro, hasta el punto de que el 90% de los que se venden en la capital alemana han salido de sus talleres. Por precios que oscilan entre los 2,5 y los 5 euros, los comercializa en coquetos expositores de vidrio, en llaveros, en imanes para la nevera, dentro de botellas e incluso en marcapáginas y postales, con una peculiaridad: todos, sin falta, muestran los llamativos colores del grafiti, por la sencilla razón de que los empleados de Pawlowski los pintan. Siempre le preguntan por eso, como si le hubiesen sorprendido en falta, pero el avispado mercader de piedras tiene bien preparada la respuesta. Uno de los escasos tramos de Muro que siguen en pie en Berlín se ha convertido en la East Side Gallery, decorada por artistas, y Pawlowski ve muy claro el paralelismo: «Entonces eso tampoco es de verdad, ¿no? También está repintado. Aquí lo importante es que el hormigón viene del Muro». Asegura que en sus almacenes quedan reservas para muchos años, pero el turista receloso siempre tiene la opción de reservar el paquete especial en el Westin Grand Hotel berlinés: por 300 euros obtendrá dos noches en habitación doble, una salchicha al curry, una copa de champán y el derecho a ponerse el casco, recoger en recepción un martillo y un cincel y arrancar una buena esquirla del trozo de Muro que es propiedad del establecimiento.

En todo el mundo, es posible que solo una persona haya sentido de verdad el desmantelamiento de aquella tétrica tapia. La ciudadana sueca Eija-Riitta Berliner-Mauer lleva con orgullo ese apellido, 'Muro de Berlín' en alemán, porque al fin y al cabo lo tomó de su difunto marido: en 1979, se casó con el Muro en una ceremonia con invitados, de la que circulan unas cuantas fotografías por la red. Eija-Riitta está diagnosticada de objetofilia, una pasión irrefrenable por las cosas inanimadas que ella centró en el Muro: «Es una atracción tanto emocional como sexual -explica-. Mis sentimientos por el Muro de Berlín son mucho más profundos de lo que cree la mayoría de la gente». Por eso, para ella, la demolición y el posterior reparto de la mole de hormigón tuvieron un significado siniestro: «Lo que hicieron fue terrible. Mutilaron a mi esposo».