EL MAESTRO LIENDRE

LA NOSTALGIA MATA

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Hay sensaciones tribales que calan como la humedad, sin que se les vea. Aunque nadie lo recuerde a diario, en los últimos meses hemos escuchado y leído eso de que «nuestros hijos y nietos pueden formar las primeras generaciones que vivan peor que sus padres y abuelos». Aunque antes es preciso definir «peor» y «mejor», con un billón de matices por cabeza, esa percepción ubicua, que ni deja mancha ni se menciona, es la única explicación que se me ocurre a la epidemia de nostalgia que lo invade todo. «Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida» define la Real Academia. Es posible ver la marca de ese pesar en cada suceso, en cada acto, en cada gesto, enorme y menor, mundial y aldeano, trágico y cómico.

En una de esas periódicas exhibiciones de perversidad que sólo nos espantan de veras cuando suceden en un país «civilizado», a la que tratamos en vano de buscar un sentido ideológico, político y religioso, aparece esa sombra. Una bestia con armas pretendía alertar y ajusticiar porque su país ya no es el edén que fue, en su podrida mente, claro.

Detrás de cada gran noticia económica y política, a los dos lados del océano, se ven los hilos de los que quieren que la gente común vuelva a ser lo que fue, una masa informe de mano de obra barata sin derechos que ahora llaman privilegios.

En el absurdo de la exageración, incluso la primera potencia del mundo, excelencia del mestizaje, ve dominadas sus finanzas por el grupo de los que quieren imponer pureza allí donde todos son inmigrantes que aniquilaron a los únicos lugareños. Ahora, esos conquistadores quieren ser los únicos del lugar, los puros. Ironía.

Aquí, más cerca, también ganan terreno a pasos de siete leguas los nostálgicos, los adalides de la gente de bien que llora los tiempos de orden y se apresta a convertir en realidad democrática su añoranza de los impuestos tiempos pasados. Eso incluye anécdotas tan divertidas e intrascendentes como las renacidas normas de atuendo, que también avanzan como una marea. En el norte y al sur, en lo fundamental, lo fundamentalista y lo anecdótico, al otro lado del mar y en esta orilla se impone la creencia de que todos éramos felicísimos habitantes de un paraíso ético y estético que hay que recuperar. Si no lo recuerdas así, problema tuyo.

Pero en pleno agosto, igual conviene huir de los temores más serios, de las preocupaciones más pesadas. Mejor verlo a escala local e informal, lejos de las peores noticias, cerca de las intrascendentes y cachondas cosas del pueblo de cada uno. Ni a esas las perdona la nostalgia. En la ciudad menguante y aislada, tan dada a retozar en lo que cree que fue y la decadencia, la añoranza aún infecta con más rapidez.

Especialmente ahora, en el fin de semana en el que fuimos veraniegamente grandes y al que solo le quedan recuerdos. El Carranza, el Trofeo, en el imaginario popular, es ese periodo corto en el que recordar lo bien que estábamos (yo creo que estaban unos pocos) y lo triste que es todo ahora. Ya no están las copas en Moral, ahora lucen en El Corte Inglés. No aprecio diferencias. Dicen que ya todo es chusma.

Qué tiempos aquellos en los que uno, peripuesto, de cada cien cenaba en la terraza del Playa Victoria y los restantes 99 mindundis, alpargatados, le contemplaban, por lo visto, con placer. Entiendo que la miniminoría añore. Que lo haga el resto se parece mucho a la estupidez.

Será que hace 30 años había trabajo para todos, la música y el cine eran mejores, como siempre, que las nóminas le alcanzaban al peor pagado, nadie mangaba, las playas no se ensuciaban y hasta la menor vivienda era digna. Recuerdo algo bien distinto pero no voy a porfiar dada mi tendencia patológica al error.

Hasta las fiestas más inocentes y legítimas, en las que no cabe más rechazo que la ausencia, se refieren a lo felices que éramos en El Cortijo de los Rosales. Hasta la posmoderna red de redes sociales, poblada por gente más joven, teóricamente afiliada al presente y menos dada al pasado, convierte en machacón tema de multicharla las presuntas cosas maravillosas de aquel Cádiz pluscuamperfecto y dichoso que perdimos y no logro recordar.

Los melancólicos oficiales, mientras, avanzan sin oposición. La que debe serlo, la oficial, también sucumbe. «Que Cádiz vuelva a ser Cádiz», llegó a convertir en lema durante la precampaña de las municipales, hace un millón de años.

Nadie se salva, ni en la tele, todos recaemos en el encanto del pretérito pluscuamperfecto cada poco. Lo llamativo es que lo hagamos todos a la vez, sin distingos de edades ni quintas, de ideologías ni creencias, sin pausa, en lo severo y lo frívolo, en Noruega, en Washington y en el barrio del Avecrem. Será que ha calado. Será que el único valor-refugio es aquel pasado que la memoria pule hasta transformar en una joya falsa. Será que siempre fuimos así, o que nunca nos fiamos menos de nosotros, de lo que viene y lo que somos capaces. Será que no tenemos más ideas que el vintage y el retro, que no se nos ocurre nada. Sólo digo que cualquier droga, en dosis excesivas, es veneno. Como poco, paraliza. Es imposible caminar mirando atrás. En el fondo, lo sabemos todos.

Por experiencia.