
Uniforme político
Nixon la llevaba aunque estuviese solo. Otros no se la ponen jamás. La corbata es capaz incluso de romper la disciplina de partido
Actualizado: GuardarAlos políticos se les suele clasificar en términos de izquierda y derecha, aunque a veces resulta difícil explicar las sutilezas que, en este mundo de ideologías aguadas, distinguen a los unos de los otros. En los últimos días se ha trazado en el Congreso una frontera nueva, mucho más nítida, que ha obligado a los señores diputados -las señoras diputadas, en principio, quedan exentas de pronunciarse- a ignorar la disciplina de partido y repartirse en dos bandos. A un lado de la raya están los 'corbatistas', que no se desprenden de la corbata en ninguna sesión de las Cortes, ni siquiera en esta época, cuando el bárbaro solazo del foro deja a los madrileños torrefactos y exánimes. Y al otro lado están los 'anticorbatistas', de nuez libre y espíritu rebelde, que en algún momento o en todos prescinden de ese adorno que ha llegado a formar parte del uniforme de político. El líder de los primeros, claro, es el presidente de la Cámara, José Bono, mientras que los segundos están bien representados por el ministro Miguel Sebastián. Uno apela al decoro y el respeto a la institución; el otro, al ahorro energético, aunque ese argumento tan socorrido queda un poco cojo por el hecho de que se deja puesta la chaqueta, que abriga bastante más.
Hay, por tanto, fractura estética en el PSOE, y se aprecia un llamativo revoltijo de siglas en las filas de los 'anticorbatistas', que estos días se han visto empujados a justificarse, un poco a regañadientes: «Es un debate superbanal», se desmarca Eduardo Madina, otro de los socialistas que suelen llevar el gaznate al aire. «Lo importante es lo que dices, lo que votas, no el uniforme que lleva uno», sostiene Rafael Hernando, del PP. «Para un gallego, es un exceso llevarla en Madrid en pleno julio», apunta Francisco Jorquera, del BNG. El debate, un clásico ya de nuestro verano, se ha trasladado a la calle y a los foros de moda y protocolo. ¿Los diputados deberían estar obligados a lucir corbata? «Lo obligatorio en el Congreso debería ser solucionar problemas -responde Adriana de Icaza, asesora de imagen y estilista de Making Icons-. En cuanto a la corbata, no lo sé, ya que entiendo que con cuarenta grados en la calle puede resultar asfixiante. No cabe duda de que un hombre con un buen traje y una buena corbata es mucho más elegante, pero lo que en ningún caso puede ocurrir es que no se lleve correctamente. Una corbata floja o con el botón de la camisa desabrochado es lo mismo que llevar un traje y chancletas. Y, desgraciadamente, se ve en demasiadas ocasiones la corbata mal llevada».
En realidad, las posturas de nuestros parlamentarios con respecto a la corbata son bastante comedidas, versiones atenuadas del insalvable abismo que separa a los partidarios y los detractores más radicales. En el extremo 'corbatista' del espectro habría que situar a Richard Nixon, el que fue presidente de Estados Unidos, un ultra del atuendo formal que no conocía límites. «Yo llevo chaqueta y corbata siempre -aclaró en una entrevista, años después de dejar la presidencia-. Soy así. Trabajo en chaqueta y corbata y, lo crea o no, cuando estoy escribiendo un discurso o trabajando en un libro o dictando, siempre llevo chaqueta y corbata. Incluso cuando estoy solo». En la otra punta está el actual presidente de Uruguay, José Mújica, un tipo singular que detesta los colgajos de tela: «Es un trapo ridículo, coquetería masculina. No sé qué finalidad cumple la corbata. ¡Ensuciarse con el café!», la ha rechazado, casi con asco. Otro personaje con gran peso simbólico en esta facción es el príncipe Claus de Holanda, difunto esposo de la Reina Beatriz, que en 1998, en plena entrega de premios a unos diseñadores, se quitó la corbata, la arrojó al suelo y animó a todo el mundo a «soltarse los nuevos grilletes», apartarse la «serpiente» de la garganta y «aventurarse en el paraíso del cuello abierto».
Lo de referirse a la corbata como uniforme del político -y también del ejecutivo- puede sonar a exceso, pero el origen de esta prenda es verdaderamente militar. Si renunciásemos por un momento a la neutralidad, podríamos decir que es otra de las muchas desventuras que nos ha traído la guerra: fue en la de los Treinta Años, en el siglo XVII, cuando los franceses se enamoraron del coqueto adorno que lucían los mercenarios croatas. De ese gentilicio, 'croata', se deriva el nombre de la prenda. Unas décadas después, el rey francés Luis XV ya contaba con su portacorbatas personal, un sirviente ocupado de ceñir y soltar la tela en torno a su regio cuello, como si estuviese tomando las medidas para la guillotina que habría de decapitar al siguiente monarca. Pero la corbata moderna, larga y relativamente fácil de anudar, nació con la Revolución Industrial. A raíz de su éxito proliferaron también los manuales que ilustraban sobre las formas de llevarla, como 'El arte de ponerse la corbata de mil y una maneras', publicado en 1827: «La corbata no solo es un preservativo útil contra los resfriados, tortícolis, flucciones, dolor de muelas y otras gracietas por este estilo -aleccionaba el editor en el preámbulo-, sino que es además una parte esencial y precisa del vestido».
La anticorbata futurista
La corbata acabó convirtiéndose en el elemento distintivo de quienes tenían capacidad de decisión pública, como un signo de exclamación que invitaba a admirar a su portador. Pero, si se contemplaba con ojos críticos, también alentaba la parodia con su evocación del badajo, del péndulo, del collar de perro, incluso del cencerro. Los futuristas italianos diseñaron una 'anticorbata' de metal, emblema de las fluctuaciones que ha experimentado el aprecio por esta prenda a lo largo de los siglos XX y XXI. En los últimos años, se halla en uno de sus puntos más bajos, incluso en el terreno político. Los presidentes hispanoamericanos parecen un club de resistentes a la corbata: ahí están el paraguayo Fernando Lugo, exobispo amante de los cuellos mao; el boliviano Evo Morales, con sus jerseys de inspiración indígena; el cubano Raúl Castro y sus guayaberas; el venezolano Hugo Morales, que a veces se anuda la corbata roja, pero también es capaz de comparecer en público con prendas inconcebibles; el nicaragüense Daniel Ortega, que incluso tomó posesión con la camisa arremangada; el ya mencionado José Mújica o el ecuatoriano Rafael Correa, de quien se sabe que posee una corbata verde que le regaló el rey Juan Carlos en una Cumbre Iberoamericana: «Le dije: 'Su Majestad, lo felicito, tiene la corbata de mi movimiento político, Alianza País'. Y él se la sacó y me la dio. ¡Ya tengo corbata Pierre Cardin!», se ilusionó, aunque después no le haya dado mucho uso.
Incluso en Japón, donde la informalidad parece un pecado mortal, se admiten en verano las camisas hawaianas y el Gobierno da ejemplo con sus mangas cortas. El caso más extremo es el de Irán, donde los ayatolás consideran que la corbata es contraria al islam y la interpretan como un «símbolo de la cruz», pero también en la vieja Europa ha perdido terreno: la relajación indumentaria ha dado lugar a iniciativas para recuperar la antigua prestancia de los parlamentos de Alemania e Italia, sin mucho éxito.
Con este panorama crecientemente hostil, ¿qué futuro le espera a la respetable corbata? «Yo le veo los años contados: serán 15, 20, 50, lo que dure -pronostica Carlos Fuente, director del Instituto Universitario de Protocolo, dependiente de la Universidad Camilo José Cela-, pero basta mirar la evolución del vestuario a lo largo de los tres últimos siglos para ver cómo va cambiando, y la corbata no va a saltarse la historia. En el caso de los políticos se está volviendo peligrosa: se contempla como un signo de distinción, y distinguirse supone alejarse del público. ¡Por algo se la quitan en los mítines! Hoy en día, hay etiquetas muy elegantes y respetuosas que no la incluyen». El presidente Bono puede consolarse con la idea de que un parlamentario descorbatado no es su peor pesadilla: en enero, en la Cámara de los Comunes británica, el conservador Nadhim Zahawi estaba exponiendo su opinión sobre la política de becas cuando su micrófono captó un molesto soniquete electrónico, como la estridente cancioncilla de un juguete barato. Era la melodía de su corbata musical.