Lo que pasa y lo que permanece
Actualizado: GuardarDurante lo que me pareció un número infinito de domingos, allá por los años ochenta, estuve yendo con mi familia al Tiro de Pichón, en el Puerto. Formábamos una trouppe multitudinaria, en la que los niños (todos hermanos o primos) llegábamos a las dos docenas. Jugábamos a esos juegos raros de las familias numerosas, cuyos preparativos ocupaban el día entero, e ideábamos aventuras, competiciones y barrabasadas bajo la mirada de los cómplices pinares y la protección de una flora (retamas, jaras, esparragueras y palmitos) silvestre y fuerte como nosotros. En aquel paraíso un poco desastrado, limitado por las vías del tren de Cádiz, aprendimos las cosas importantes de la vida: el bien y el mal, o algo parecido. Desobedeciendo a nuestros padres, subíamos a los árboles a mirar los nidos de las abubillas y espiar el paso cansino del camaleón, perseguíamos a las libélulas que se apareaban incansablemente, o nos adentrábamos en las prohibidas salinillas para pescar gusarapos. Por allí ocultábamos nuestro más terrible secreto, una revista erótica que alguien (me temo que yo misma) había birlado a su padre.
Algunas veces he vuelto al Tiro de Pichón, ahora Parque Forestal Periurbano. Los que fuimos niños hemos llevado a los nuevos vástagos de la familia, que con el bajón de la natalidad apenas alcanzan la media docena. Los mismos pinos donde colgábamos nuestro rudimentario columpio (una soga y un neumático viejo) nos observan. La misma arena roja. El mismo aire con olor a resina de cuando teníamos diez años. Parece que no hubiera pasado por este lugar el tiempo, ese tipo cruel que nos ha pintado arrugas, estrías y marcas en la piel. Y es sutilmente triste, aunque tranquilizador a la vez, comprobar que muchas cosas, muchos paisajes, muchos seres nos sobrevivirán.