LA HOJA ROJA

TONTERÍAS LAS JUSTAS

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Comprendo que estará usted demasiado atareado pensando en cómo sobrevivir al carnaval de verano como para pensar en que justamente dentro de un año y tres días, tendrá lugar la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de 2012 -aquellos que pudieron ser nuestros pero no lo fueron, como los de 2016 y los que quedan- en Londres. Así que dirá usted que a santo de qué se me ocurre -con el pedazo de efemérides que tenemos pendiente por aquí- y con la de que cosas que acontecen en la rue, hablar de algo que nos coge tan, tan lejos. Tiene usted razón. Por ejemplo, podría hablarle de la boda de Carla Goyanes, considerada por los más cardiópatas -en el sentido menos literal del término se entiende- como el acontecimiento del verano. Los vestidos, los canapés de rabo de toro y los treinta kilos menos de su hermana Caritina gracias al método Dukan que tantos estragos está causando. Podría hablarle, como no, del inmenso sacrificio de Paco Camps y de su autoinmolación para allanar el camino a la Moncloa de su amiguito Rajoy -parece que después de todo, no va a ser el paseíto que muchos pensaban- una vez que Mariano, muy al estilo de Bernarda Alba, le recordara aquella cosa de Dominguito Savio «antes morir que pecar» -uy, no, que era antes la dimisión que la deshonra-. En fin, que podría hablarles de la poda que el Partido Popular está haciendo en la Diputación, donde definitivamente no van a crecer los brotes verdes, pero habría quien me etiquetaría de servilista, camaleona, chaquetera y esas cosas tan feas que suele decir la gente desde el anonimato y la rabia. O podría, hablando de chaquetas, decirle lo bien que me parece que Bono exija a los diputados un mínimo de decoro en sus vestimentas y lo mal que me parece que todo un ministro -aunque sea de Industria, y se excuse con lo del ahorro de energía y el aire acondicionado- afirme que a su puesto de trabajo va sin corbata «diga lo que diga el señor Bono y el emperador de Japón», fundamentalmente porque es un ministro y no mi vecina Carmeluchi, y debería cuidar su casual atuendo y su casual vocabulario, creo. Total, que como puede usted comprobar, había muchos temas para hablar, aunque es precisamente la inauguración oficial de los Juegos Olímpicos de 2012, su frenética preparación y el entusiasmo de los flemáticos londinense lo que menos se asemeja a la desidia gaditana y su Bicentenario.

Y ahora habrá quien saldrá diciendo que es como enfrentar a David con Goliat o como comparar un palacio con un partidito en Pasquín, porque para esto de buscar excusas y justificaciones nos las apañamos muy bien. Pero lo cierto es que a menos de un año de ambas celebraciones -las grandiosas olimpiadas y nuestro digno bicentenario- las cosas son muy distintas. Sin hablar de la transformación urbanística de la capital británica -cómo han logrado la integración del «Eastside» es algo más que un modelo-, ni de las infraestructuras que han estado todas a tiempo y con menor presupuesto del previsto, ni del funcionamiento del transporte público, sí es interesante destacar la implicación ciudadana, que va mucho más allá de ponerse un chándal y salir corriendo -que es lo que haríamos por aquí y lo llamaríamos performance-. En Londres se respira que algo grande va a ocurrir, y que no tiene nada que ver con escuchas telefónicas ni con Murdoch, aunque parezca lo contrario. En Londres son conscientes de que tienen por delante tanto trabajo que es imposible pararse a pensar si las esquinas de las plazas son competencia municipal o del Estado, o si una de las muchas exposiciones que se van a celebrar la hace mi primo o el tuyo. Es cuestión de mentalidad, supongo. Y de humildad -virtud que no suele estar ligada al espíritu británico, curiosamente. Porque siendo Londres una de las ciudades más visitadas del mundo, y de las que menos necesita «venderse», ha optado por reinventarse de nuevo, explotando nuevas posibilidades, menos conocidas para el turista del Madame Tussauds, pero igual de rentables. Y es ahí donde nos a nosotros nos fallan las marchas. O aceleramos tanto que rompemos los frenos y nos estrellamos -algo cada vez más habitual en los proyectos doceañistas- o vamos tan despacio que se nos echa el tiempo encima.

A menos de un año, la mercadotecnia londinense de los Juegos Olímpicos funciona como un reloj. El merchandising está a punto. Camisetas, el horrible Wenlock hasta en la sopa, gorras, llaveros, lápices, sacapuntas, muñecos. el paraíso del suvenir -que tanto me gusta- al servicio de la cita del 2012. Nada de eso tenemos nosotros. Ni mascota conocida -que sí que la hay, aunque no es reconocida-, ni camisetas que no sean aquellas del picha y el lo siento, ni un triste llaverito que diga algo del Bicentenario. Luego nos quejaremos de que los turistas no saben que aquí se puso el non plus ultra y esas cosas, luego nos lamentaremos porque se nos va la pascua, mozuelas, y porque la ocasión, la que pintaban calva, se fue para no volver.

Tal vez llegamos ya tarde al AVE, a los hoteles de cinco estrellas, a los grandes auditorios, al hospital, al embarcadero de San Sebastián, a los grandes hitos, a las exposiciones potentes -siempre nos quedará la dignidad-, pero aún estamos a tiempo de arrancar alguna rentabilidad económica a esto del Bicentenario, aunque sea vendiendo lápices con algún logo. No es ninguna tontería, es simplemente, dejarse de tonterías, porque se nos va la Pascua, pero para siempre.