Sociedad

MATAR A UN RUISEÑOR

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El pasado vuelve siempre pero se expone a que no lo reconozca nadie, ya que ha cambiado mucho. También sucede algo parecido con los condiscípulos a los que perdimos la pista hace muchos años y al encontrarnos con ellos nos tienen que decir cómo se llamaban, que por cierto es cómo se siguen llamando. A veces están tan viejos que no nos reconocen ni siquiera nuestros méritos. Está claro que hay que morirse a tiempo, pero no lo está cuál es el tiempo para morirse. Si al cantautor Facundo Cabral le hubieran asesinado en el momento cenital de su redonda gloria se habrían vendido millones de discos y hubiera redondeado también una fortuna, pero la muerte no tiene idea de la puntualidad. A plena luz clamorosa del mediodía de Guatemala, a él, que estaba casi ciego, unos sicarios le metieron dieciocho balazos en el cuerpo a punto de dimitir.

«No soy de aquí, ni soy de allá» fue su canción más célebre. Entonces tenía barba y se disfrazaba de gaucho cabreado. Estaba convencido de que el mundo podía cambiar sin que cambiaran los dioses y tenía, como todos los ruiseñores, más voz que carne, pero puso toda la suya en el asador. Facundo era un juglar, o sea, un tipo al que le gusta «llevar la vida jugada y andar a mucho peligro». Mientras caían los goterones de su guitarra cantaba la paz. Venía de Quetzaltemango y ya estaba muy mal de todo, menos de ilusión y esperanza.

Parece que ha sido un crimen equivocado. La víctima elegida era un empresario llamado Henry Fariña, que le había contratado y que se salvó de milagro, del mismo modo que fue milagroso que muriera el trovador. ¿Qué le esperaba? Había perdido a su familia en un accidente y había perdido la vista. Tenía cáncer y tenía derecho biográfico a protestar cantando. ¿Por qué matar a alguien que ya estaba casi muerto? El azar, aunque algunos le llamen destino y otros Providencia, también se equivoca.