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Bienvenidos al edén

Sudán del Sur celebra su independencia mientras observa con incertidumbre el futuro al carecer de los servicios básicos

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Ayer nació un país con varios nombres. En su himno nacional lo llaman Cush, aunque este territorio se suele situar más al norte, entre la primera y sexta catarata del Nilo, y también nada menos que el edén, asegurando que se trata del lugar donde nació la civilización. En las últimas estrofas acaban denominándolo como el resto del mundo lo conoce: Sudán del Sur. Pero la falta de concreción va más allá. La nueva república africana ignora su población total, estimada entre ocho y catorce millones de habitantes, de fe cristiana y animista. Asimismo, las fronteras septentrionales carecen de precisión, lo que comporta el riesgo de conflictos con el gobierno árabe de Jartum, en manos de radicales islamistas, y al que estuvo ligado durante más de medio siglo.

La acepción del recién creado Estado como el paraíso ha ganado numerosos adeptos desde que hace seis años accediera a la autonomía. Ha convencido a los comerciantes ugandeses y kenianos, proveedores de bienes de consumo, a los inversores europeos, que se han hecho con numerosas contratas en el ámbito de las infraestructuras, a chinos e indios, interesados en su potencial minero, y a los países de la península arábiga, empeñados en desarrollar proyectos de agricultura comercial. Sudán del Sur, Equatoria, Azania o la República del Nilo, se ha convertido en el nuevo Eldorado, la promesa de ganancias abundantes en una tierra donde todo parece por hacer.

Juba concentra la atención internacional. La capital sursudanesa es la ciudad de mayor crecimiento demográfico del mundo. Hasta aquel villorrio, convertido en urbe en menos de una década, fluyen incesantemente repatriados. La guerra provocó la huida de 2,5 millones de nativos y también el desplazamiento de un millón hacia el norte, hoy víctima de la hostilidad local y que regresa en condiciones precarias.

La realidad es muy distinta más allá de la ciudad. El mísero legado de la colonización británica, el expolio y las consecuencias de la guerra civil se plasman en algunos de los peores indicadores socioeconómicos del planeta. Una de cada siete mujeres muere en el parto, el 70% de sus ciudadanos no dispone de acceso a servicios sanitarios y tan solo la décima parte de los estudiantes completa su ciclo básico de formación.

La partición de Sudán, el que fuera el país más grande de África, ha generado una nueva república subsahariana. La vista del satélite demuestra que la segregación ha privado al antiguo Estado de su porción verde, las tierras más feraces y productivas. Bajo una superficie cercana a los 625.000 kilómetros cuadrados, más extensa que la española, se encuentran ricos yacimientos de oro, cobre, hierro y, por supuesto, petróleo. El potencial agropecuario es también inmenso y la naturaleza exuberante propicia la explotación turística.

Pugnas fronterizas

Ese magnífico potencial aparece lastrado por las lagunas del acuerdo de partición. A las pugnas fronterizas con Sudán por los montes de Nuba o el Estado del Nilo Azul, se suma el conflicto derivado de la explotación del crudo del Sur, estimado en medio millón de barriles diarios. El Gobierno norteño demanda una sustanciosa participación en los beneficios por el uso de los oleoductos y refinerías que han quedado en su sector.

Pero los peligros no se circunscriben a la relación con el vecino septentrional. El surgimiento del nuevo estado se antoja viciado por algunos de los males inherentes al continente. El Ejecutivo del presidente Salva Kiir está controlado por el Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán (SPLA), movimiento guerrillero reconvertido en partido político hegemónico con maneras dictatoriales. Su férreo control de la Administración y los medios de comunicación no augura un periplo democrático sin contratiempos.

Desgraciadamente, los conflictos no son hipotéticos. Los últimos seis años de autonomía han supuesto una etapa de paz salpicada de estallidos de violencia. Las disputas por el control de pastos y tierras de cultivo han provocado enfrentamientos internos, principalmente entre los pueblos nuer y dinka, o de estos con los misseriya y baggara, pastores árabes temerosos de que las nuevas fronteras impidan la trashumancia de sus rebaños.

Las disensiones en el seno del Ejército también han dado lugar a insurrecciones localizadas, que causaron el pasado año dos mil quinientas víctimas. El fin de la misión de Naciones Unidas para Sudán (Unmis), alentado por Jartum, puede contribuir aún más a arruinar la precaria estabilidad de la zona y frustrar la esperanza de una población que votó abrumadoramente a favor de la independencia y la paz. El Paraíso, tal vez, deba esperar siquiera para sus moradores.

Es un vecino peligroso, instigador de disputas fronterizas y refugio de milicias ajenas como Al-Shabaab, el grupo presuntamente vinculado a Al-Qaida que controla parte de Somalia. Afewerki tachó de «error» la independencia del nuevo país.

Un político sursudanés denominó Suganda a la confluencia cultural entre uno y otro país. Kampala aparece como uno de los grandes beneficiados de la independencia ya que la proximidad y afinidad la sitúan como uno de los proveedores comerciales del nuevo Estado.

Ningún país alienta ambiciones tan descomunales como Kenia respecto a la independencia de Sudán del Sur. La falta de salida al mar del recién llegado ha propiciado un gran plan de infraestructuras que pretende convertir a Lamu en el puerto de referencia.

La enconada rivalidad entre Eritrea y Etiopía condiciona las alianzas internacionales de unos y otros. Si los primeros se posicionan a favor de Sudán, inevitablemente esta postura favorece a Addis Abeba en su relación con la joven república.

El enfermo del cuerno de África parece el contrapunto a la fiesta de Juba. La situación se ha vuelto crítica en Somalia, aquejada por la mayor sequía en medio siglo y un conflicto bélico sin trazas de solución. El Estado fallido escenifica el riesgo que corre el Gobierno de Salva Kiir si no consigue dar respuesta a las aspiraciones de su pueblo.

El país más extenso de África pierde una cuarta parte de su territorio y el 75% de sus recursos petrolíferos y grandes recursos mineros. El escenario se complica aún más porque las conversaciones de Doha no acaban de culminar con un acuerdo de paz para Darfur.