El republicanismo radical de Hannah Arendt y el 15M
Actualizado: GuardarLa obra de Hannah Arendt Sobre la revolución (Madrid, Alianza) se ocupa de dos temas básicos. Por un lado, evalúa comparativamente las revoluciones, sobre todo, la francesa y la americana. Por otro lado, de manera esquiva, reivindica una democracia consejista, jeffersoniana y sovietista, ahogada por los sistemas de partidos tanto en dictaduras como en regímenes liberales. Si el sistema de asambleas surgido del 15M permanece (algo por lo que apuesto), podría encontrar en esta obra una fundamentación. Sería una auténtica pena que, como tantas veces, las novedades prácticas –en este caso, un impresionante movimiento asambleario de más de un mes– quedasen ahogadas por teorías que no están a su altura. Como creo que este libro, por su contenido tanto como por el espíritu con el que está escrito, ayuda a que no ocurra, animo a su lectura.
Veamos primero su análisis de las revoluciones. Arendt considera que la revolución, desde el marxismo (y pese al respeto enorme de Hannah Arendt por Marx), ha sido explicada como la sucesión de un conjunto de fases necesarias. Éstas se derivaron del análisis de la revolución francesa y suponen la existencia de un centro que tritura a la derecha y a la izquierda para ganar la revolución. Algo que se produjo en Francia de manera fortuita y debido a dos cuestiones. La primera, la situación de miseria de las masas que empujó a la radicalización y a la violencia y no permitió la mínima tranquilidad para fundar instituciones de libertad; la segunda, la escena política nacional, basada en la conspiración y el fraude de la corte, y en la cual todo acuerdo escondía un conjunto de artimañas de sujetos que perseguían manipularse mutuamente (los franceses no tuvieron la suerte de enfrentarse a la monarquía constitucional inglesa). Una esfera política degradada no podía oponer ningún brillo moral al atajo de la violencia, es más, paradójicamente, la hacía aparecer sincera. Los bolcheviques interpretaron la violencia y el terror, resultado de un pésimo azar, en un dato inexcusable de las revoluciones.
Frente a la francesa, se sitúa la revolución victoriosa, la americana, la que no derrapó en la autofagia del terror, y de muy escasa influencia, se lamenta Arendt. En su análisis, Arendt pasa de puntillas por el problema de la esclavitud y por la cuestión india y, en este punto, resulta muy pobre y, si bien no ignora las condiciones materiales de la democracia (pues sabe que con miseria, la vida política es imposible), el tratamiento que les da es muy insatisfactorio. No es ese el fuerte de Arendt y pedirle lo que no da nos obceca ante que ofrece.
Arendt reivindica dos herencias procedentes de la revolución americana. Una, de John Adams. Ni una mención, (¡ay, quienes consideran que el feminismo sobra a la historia y la teoría política!) a la impresionante Abigail Adams, sin la que no se entiende a su marido. Ésta herencia, antropológica, consiste en la reivindicación de la felicidad como participación en la esfera pública, como pasión por la distinción y la superación en un campo político abierto, cuya fuente es la perseguir la estima de tus conciudadanos. Frente a la felicidad como retiro, recuerdo de la beatitud tomista como contemplación de Dios, la felicidad plebeya como vida en común: mi visión de un paraíso, decía Sócrates consiste en los amigos con los que discutí... y, si pudieran estar también Hesíodo y Homero, a quien no conocí, añadía, la discusión ganaría mucho...
La otra herencia procede de Thomas Jefferson y consistió en proponer espacios institucionales que permitieran el ejercicio del poder. Y, ¿qué es el poder? La capacidad de ligarse a otros mediante promesas y acuerdos (el resto no es política, sino mera administración de las cosas o manipulación comercial de conciencias). Esa capacidad, ejercitada, genera una libido que es la antítesis del carrerismo político. En esa disposición se talló el origen de la revolución y, para que ese origen se convierta en principio de la vida política, para que la revolución se conserve, debe ser actualizado continuamente. Un sistema de distritos, pensó Jefferson, permitiría un ejercicio constante y local del poder, descentralizaría la actividad todo lo posible y, de ese modo, permitirían al ciudadano convertir el impulso revolucionario en guía de su actividad. Eran las repúblicas elementales, base consejista de una gran república que conservaría solo aquello que no se pudiese descentralizar. La democracia americana traicionó ese proyecto y se concentró en domesticar a las masas mediante el aumento del bienestar, mientras que los partidos revolucionarios modernos, creyendo que todo se juega en lo económico, desmovilizaron a las masas y, cuando no, las reprimieron para que no estorbasen a la vanguardia mientras imponía los métodos científicos de logro de la felicidad colectiva. Y, sin embargo, explica Arendt, se equivocaron porque los soviets y los consejos mostraron (en la Rusia de 1917, en la Alemania de 1918 y en la Hungría de 1956) con su impresionante caudal popular, que las clases populares también consideraban, como John Adams, que solo la participación política saca a la vida de la oscuridad y le permite iluminarse por el respeto de sus compatriotas. Un trabajador joven lo decía en una asamblea del 15M, hace una semana: «Quiero que haya un sitio para que, cuando yo tenga una idea, aunque solo sea una vez, pueda comunicarla y me escuchen».
Creo que no lo sabía, pero Hannah Arendt es su pensadora.