1. Un alumno toma apuntes durante una clase. 2. Cherjerume, de etnia piaroa, hace sus tareas delante de su alojamiento. 3. Cartel colocado a la entrada de una de las casas para estudiantes, organizadas por comunidades. 4. Yadumenedu y Saiwa, dos ye'kuana, de camino hacia la Universidad. 5. Una clase de Historia. 6. Dos estudiantes se zambullen en Caño Tauca. :: JORGE SILVA/REUTERS
Sociedad

El saber de la selva

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Las universidades siempre han tratado de introducir algún pedazo de naturaleza en sus campus, con jardines más o menos distinguidos y árboles que alivien la severidad de la institución. En Tauca sucede al revés: la Universidad Indígena de Venezuela es un leve indicio humano en mitad de una naturaleza grandiosa. Los estudiantes se alojan en construcciones de adobe, duermen en hamacas, cultivan sus huertos, cocinan en fogatas al aire libre, atraviesan arroyos para acudir a clase, tienen cuidado de los ocasionales encuentros con las serpientes y pueden saltar desde una rama para zambullirse en el Caño Tauca, la tentadora poza fluvial que proporciona el agua al asentamiento. Claro que los alumnos tampoco son lo más convencional dentro del mundo educativo: todos ellos proceden de diversas comunidades indias y acuden a clase con el atavío propio de sus gentes, lo que muchas veces implica pecho desnudo y dibujos en la cara, aunque esas trazas ancestrales pueden combinarse perfectamente con un ordenador portátil bajo el brazo.

La Universidad Indígena es eso, indígena, está concebida para respetar la forma de vida y las necesidades de sus estudiantes, sin forzarlos para que encajen en el molde de una cultura ajena y prepotente. Casi un centenar de jóvenes de diez tribus asisten a los cursos, que incluyen asignaturas pensadas para ayudar a la prosperidad material de sus comunidades -agricultura ecológica, cría de búfalos, hidrología-, otras que contribuirán a la defensa efectiva de sus derechos -historia, lengua- y, quizá lo más importante, destrezas para evitar la desaparición de su cultura tradicional. Uno de los principales retos que afrontó la Universidad al dar sus primeros pasos, hace una década, fue la falta de escritura en las lenguas indias: estaba todo por hacer.

Bombardeo de la tele

Porque, en el núcleo de esta institución, late la idea de que no se trata solo de enseñar a los indios, sino también de aprender de ellos, preservando esos saberes acumulados durante generaciones. «Hay que romper la asimetría y buscar una interculturalidad horizontal. De ellos podemos aprender, desde luego, respeto a la naturaleza. También sentido de la comunidad: el indígena es comunitario, eso es algo esencial en ellos, aunque ha habido una contaminación tremenda de individualismo a raíz del bombardeo bárbaro de la televisión y la publicidad. Y, en tercer lugar, está el sentido de la espiritualidad: se sienten felices tal como existen, es el buen vivir, aunque también están siendo invadidos por lo que nosotros decimos que es bueno», explica José María Korta, el jesuita donostiarra de 82 años que impulsó la Universidad. Ese es su nombre europeo, porque para los indígenas es Ajishama, como la garza mitológica que mostró a las estrellas su camino hasta el cielo. «La Universidad es vital: aquí descubren que son pueblos con la misma dignidad que cualquier otro, y se trata de que les nazca desde dentro la rebeldía de exigir esa dignidad que se les ha negado», añade el religioso, recién llegado de un viaje al río Capanaparo.

El acceso al centro educativo requiere una singular selectividad: «Nuestro bachillerato consiste en el reconocimiento del pueblo, de la etnia, que elige a los jóvenes más valiosos para que acudan», destaca Korta. El programa de estudios se compone de seis u ocho semestres, según la alfabetización de cada alumno, con la particularidad de que dos meses de cada tramo se desarrollan en la aldea de origen de la propia etnia o, más adelante, en medio de una etnia ajena. «El pueblo ye'kuana, por ejemplo, habita un territorio muy extenso y no conocía a los vecinos de al lado. Se tenían miedo unos a otros y han aprendido a comunicarse».

Korta, que llegó a Venezuela hace 50 años y empezó su trabajo con los indígenas hace 40, asiste alarmado a algunas estrategias de supuesta promoción de sus culturas: «Estoy en contacto con pueblos analfabetos a los que entregan cientos de millones de bolívares para que los administren, y acaban alcoholizados de aguardiente. Lo que hay que darles es una amistad profunda en la que uno sea igual a ellos. El primer mundo sigue colonizando sin rubor ni mala conciencia: ahora lo hace con cariño y amor, pero siempre con una estructura de arriba abajo», critica. Y él mismo, el respetado Ajishama, se pone como ejemplo: «Incluso ahora, con lo viejo que estoy y los años que llevo aquí, a veces me sale el colonizador que llevamos dentro».