Opinion

Marruecos: un gran paso

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El año transcurrido desde que, a raíz de la crisis griega, el Gobierno se decidiera a aplicar medidas de ajuste público y reforma estructural a la economía permite concluir que las iniciativas adoptadas eran imprescindibles, que tanto en su contenido normativo como en su calado se han demostrado insuficientes, y que en cualquier caso por sí solas no sacarán al país de la posición que ocupa a la cola de la recuperación en Europa. A falta de un mayor entendimiento entre los sindicatos y las organizaciones empresariales respecto a la reforma necesaria en el mercado laboral, España hubiese requerido la gestación de un consenso político comprometido que, contando con el concurso de los dos principales partidos, fuera capaz de flexibilizar aún más las relaciones laborales. Tarea claramente inconclusa que, a tenor del duelo que mantienen socialistas y populares, difícilmente se completará mediante las modificaciones que el legislador introduzca en la negociación colectiva. Es posible que una reforma más ambiciosa tampoco hubiese ofrecido resultados tangibles en lo inmediato, habida cuenta de que el retraimiento del consumo interior no se ha visto compensado por la demanda exterior como para que la economía se reactive de manera que pudiera aprovecharse de una nueva normativa laboral. Pero si el nuevo marco de la negociación colectiva no concede a las empresas un mayor margen para la organización temporal de la producción y la evolución de los salarios no deja atrás la referencia del IPC para ser definida en función de la productividad, será difícil que la economía esté en condiciones de sumarse a la mínima mejoría en la coyuntura internacional. Algo semejante ocurre con la reordenación de nuestro sistema financiero, un esfuerzo manifiestamente tardío pero ineludible que se ha visto lastrado también por la inexistencia de un empuje político unánime. Malograda la oportunidad que los años de crecimiento ofrecían para modificar el modelo productivo y asegurar la solvencia a largo plazo de las entidades financieras y de ahorro, y tras desaprovechar los primeros dos años de crisis con la esperanza de que ésta remitiera sola, resulta imperdonable perder más tiempo posponiendo la toma de decisiones, cuando ninguna reforma será peor que la que llegue tarde o se muestre ineficaz económica y socialmente.

La revisión constitucional propuesta por el rey Mohamed VI a los marroquíes es un neto avance hacia un régimen genuinamente parlamentario. Es una juiciosa respuesta a la efervescencia social y política que vive en Marruecos. Tres puntos son clave: a) la atribución de verdadero poder al primer ministro, ahora «presidente del gobierno» salido del partido más votado y que podrá proponer la disolución del parlamento; b) la ubicación del poder judicial fuera de toda jurisdicción real y, por tanto, independiente; c) la desacralización de la persona del soberano, cuya figura será meramente «inviolable» (como la de muchos jefes de Estado, el rey Juan Carlos incluido). Que faltan cosas es seguro, pero pedirlas todas de golpe cuando su adopción tampoco recibiría, ni mucho menos, el aplauso general del pueblo marroquí es irrealista. El talante democratizador del joven rey estaba claro y sus planes fueron aplazados por los atentados de Casablanca en 2003 (45 muertos), pero el de abril pasado en Marraquech (17 víctimas) no le ha frenado ahora.