EL FUEGO ETERNO
Para que nadie muriera el jueves en el infierno de Brasil, mucha gente cumplió con su misión profesional de forma ejemplar
Actualizado: GuardarMaría tenía la piel de las piernas como el papel de fumar. Con los mismos brillos y esas arrugas rectas y paralelas que parecen grietas de cristal roto al menor movimiento. Ese pellejo tenía la misma fragilidad, pese a que ella era una excepción de fortaleza, una mujer de más de 1,80 en aquel Cádiz de posguerra, lleno de cortitos y cortetes.
Tenía las piernas así por un incendio. En su casa, frente a la Cárcel Real, las llamas empezaron a correr sin tiempo de que nadie pensara de donde salían. Hubo que coger a los tres niños, casi bebés, mi madre entre ellos, yo y mis hijos por extensión futura, y sacarlos lanzándolos por el balcón. Entre que era un segundo piso y que los de abajo encontraron pericia entre tanto pánico, todos se salvaron sin rasguño. Eso sí, las piernas de la que sacó intacta la vida de allí, achicharradas para siempre.
Entonces, a los niños se les contaba pronto la verdad, es decir, eso tan cambiante de lo que cada cual piensa. Había menos corrección política y menos pamplinas. Recuerdo, desde pequeño, como me transmitieron el horror al fuego. En aquellas tertulias, incluso se establecía un orden de preferencia del pavor: «Lo mejor, durmiendo. Lo último, incluso peor que ahogado, quemado». El miedo atávico al fuego lo aprendí bien pronto, me dijeron que era lo único capaz de llenar de pánico la mueca de todos los grandes animales sobre la tierra. Algo que ni el agua consigue.
Ese terror reapareció el jueves sin que los 60 años transcurridos cambiaran nada. Salta una chispa, las llamas se ponen a correr y todos nos volvemos caballos atados e indefensos de ojos desencajados, como en las películas. Entonces, como ahora, si al grave daño material y familiar podemos restar la incomparable y verdadera tragedia de la muerte, es porque varios cientos de personas actuaron como aquella abuela difunta, con la sensatez de lo irreflexivo, con la inteligencia de lo instintivo. Puede que sea obvio pero conviene recordar lo evidente para que no se olvide. El pasado jueves, en Cádiz, hubo varios cientos de personas que actuaron de forma ejemplar, admirable y efectiva. De otra forma, sin conocer los detalles ni tener conocimientos técnicos, es imposible que esa columna de humo y esas lenguas de fuego se llevaran a una sola persona por delante. Según la doctrina del resultadismo y la culpa, esa que nos aplican cuando algo va mal para buscar a los responsables, para joder al que no pudo o no supo, hay que reconocer ahora que varios cientos de personas hicieron su parte, en las peores condiciones, enfrentados al gigante del miedo, con rapidez y eficiencia hasta el punto de sacar de allí con vida a casi cien personas.
¿Cómo pudieron salir todos de allí? Con la osadía del ignorante, creo que fue porque algunos tuvieron el tino de avisar lo más rápido posible, otros ayudaron a los que pudieron a salir de allí, tranquilizaron a los demás, les asesoraron con corazón y razón, todos los policías de todos los cuerpos hicieron lo que debían. Imagino que fue porque los bomberos están bien entrenados y tienen un plan mental para cada batalla, de tanto en tanto. Porque todos, del portero a los vecinos más jóvenes o con más suerte se volvieron a pensar en los demás. Todas las administraciones, de cualquier signo, faltaría, atendieron de forma impecable y compasiva a los afectados. No ya solo volvió a demostrarse que tenemos un sistema sanitario público efectivo, a prueba de insultos incendiarios, también funcionó el asesoramiento, la información a los medios, es decir, a todos, a los afectados y a los que querían saber. Incluso a 3.000 kilómetros se podía seguir casi al segundo lo que sucedía, espantarse o tranquilizarse pero con algún dato nuevo en la pantalla. Se instalaron pequeños hospitales de campaña y mesas de funcionarios municipales que respondían a eso tan asfixiante del «¿y ahora qué hago yo?».
Igual no estamos tan podridos, no somos tan torpes ni mezquinos, no hemos errado tanto si nuestros sistemas públicos son capaces de reaccionar así ante lo imprevisible y lo incontrolable. Igual hemos mejorado algo en 60 años si, en vez de tres bebés, fueron capaces entre todos de sacar a cien personas de doce plantas tragadas por el humo negro y las llamas. Sin que nadie tenga que volar desde un balcón ni vivir el resto de sus días con las piernas quemadas. Puede que hubiera algo de suerte o que cada cual se limitara solo a cumplir con su obligación profesional o que solo se trate de lealtad a la condición humana. Pero no está de más reconocerlo. Siquiera solo porque a veces no se da. Esta vez sí. A los que sea: gracias.