Las hermanas Williams celebran una victoria en los Juegos Olímpicos de Pekín. :: AP
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«Me vi en el lecho de muerte». Serena sufrió una embolia pulmonar. Su hermana Venus, una lesión en el abdomen. Ya están de vueltaEl revés de las Williams

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El 3 de julio de 2010, Serena Jameka Williams (Saginaw, Michigan, 1981) parecía indestructible. Jugaba la final del torneo de Wimbledon contra la rusa Vera Zvonareva. Sobre la hierba de la pista central, ya casi agostada, Serena imponía su potencia endiablada y su insólita musculatura de rinoceronte. Al otro lado de la red, Vera, una muchacha rubia y de ojos azules, resultaba poca cosa; apenas una criatura tímida y juncal. Le duró 65 minutos. Serena sacó a 200 kilómetros por hora, firmó un marcador implacable (6-3, 6-2), saludó a su rival y recibió el homenaje del público británico. Tocada con una diadema y vestida de blanco, como manda la tradición, alzó al firmamento su cuarta ensaladera de plata. Era absolutamente feliz. Sonreía. Sí; parecía indestructible.

Casi un año después, en vísperas de un nuevo torneo de Wimbledon, Serena Jameka Williams vuelve a jugar un partido de tenis contra Vera Zvonareva. Salta a las pistas de hierba de Devonshire Park, en Eastbourne, una pequeña ciudad del condado de Sussex (Reino Unido), vestida de rosa y con una cinta negra en el pelo. Por megafonía suena la canción 'I'm the world's greatest' («soy la mejor del mundo»). Serena conserva sus piernas, sólidas y poderosas como columnas dóricas, pero su juego se ha vuelto vacilante. Gana el primer set (6-3), aunque pronto pierde fuelle y acaba entregando el partido (6-7, 5-7). Resopla. Ha peleado con garra, ha salvado tres bolas de partido y jamás se ha rendido. De momento, eso le vale. Unas horas antes, frente a los periodistas, había confesado su emoción: «He pasado el momento más terrible de mi vida. Creí estar en mi lecho de muerte. Solo quiero volver a disfrutar en la pista. Volver a competir». Y sus ojos, de repente, revelan una inesperada, oculta y profunda fragilidad. Ya no parece indestructible.

«He estado cerca de...»

La catarata de desgracias de Serena Williams comenzó en un restaurante de Múnich (Alemania), cuatro días después de ganar su cuarto torneo de Wimbledon. Entró al local con sandalias y pisó unos cristales que había en el suelo, tal vez los restos de un vaso roto. Se hizo unos cortes bastante profundos en el pie derecho, pero no les dio importancia. Fue a Urgencias, recibió algunos puntos de sutura y se olvidó del asunto. Pocos días después, incluso se atrevió a jugar un partidillo de exhibición en Bélgica.

Pero aquello no iba bien del todo. Cuando regresó a los Estados Unidos, sus médicos le examinaron el pie y le aconsejaron pasar por quirófano para arreglar un tendón y un dedo que habían quedado dañados. «Me operaron dos veces -reveló a la cadena NBC-, la última a finales de octubre». Le colocaron una escayola y más tarde una bota ortopédica. «En total, tuve la pierna derecha inmovilizada durante cuatro meses. Llegué a odiar esa escayola. Hubiera preferido pasar veinte semanas en la cárcel. Hubo días en los que no salí de casa y a veces llegué a tirarme 48 horas seguidas tumbada en el sofá. Me preguntaba qué había hecho para merecer este castigo. Al menos, creía que la recuperación estaba yendo bien, pero me equivocaba».

Y tanto. A mitad de febrero, Serena descubrió que tenía las piernas hinchadas y que sufría una intensa sensación de ahogo. «Podía andar, pero no respirar. Me asfixiaba». Por si las moscas, su fisioterapeuta y su hermana Venus le obligaron a ingresar en un hospital de Nueva York. Serena lo hizo a regañadientes. Creía que solo estaba floja y que los demás estaban exagerando la nota. «Esto se arregla con unas cuantas sesiones en el gimnasio», pensó.

Por fortuna, Serena se avino a razones. Los médicos la recibieron con preocupación, examinaron sus piernas, le hicieron varias pruebas y en seguida alcanzaron un diagnóstico preocupante: seguramente a causa de la inmovilidad, se le habían generado trombos (pequeños coagulos de sangre) que le provocaron una embolia pulmonar. Su carrera e incluso su vida corrían serio peligro. «Sé que he estado cerca de... Jamás he pasado tanto miedo», confesaba días después. En ese momento, solo su círculo íntimo conocía la verdadera gravedad del estado de Serena. Le dejaron marchar a casa poco después, aunque debía guardar reposo e inyectarse cada doce horas un fármaco anticoagulante en el vientre.

Apenas diez días después apareció, tan sanota y exultante como siempre, en una fiesta organizada con motivo de la entrega de los Oscar de Hollywood. «Sin embargo, no estaba bien. En absoluto. Llevaba ocho meses muy baja de energía, pero decidí acudir porque mentalmente lo necesitaba. Me estaba hundiendo y quedarme en casa hubiera sido terrible». Así que Serena escogió un vestido rojo con un escote apabullante, se puso un collar y unos pendientes de oro, salió a la calle, repartió besos y sonrisas, saludó a sus amigos famosos y pasó varias horas en una discoteca. Al día siguiente, 28 de febrero, ingresó de urgencia en el hospital Cedars-Sinaí de Los Angeles. Le habían salido varios hematomas gigantescos en el vientre. Serena se moría de miedo. Otra vez.

Al parecer, las repetidas inyecciones le habían producido ese amenazador efecto, más aparatoso que verdaderamente grave. Pero el revuelo generado obligó a la asistente personal de la tenista, Nicole Chabot, a emitir un comunicado oficial para atajar algunos rumores perversos y aclarar la verdad: «La semana pasada, Serena sufrió una embolia pulmonar y el hematoma fue un susto inesperado. Por suerte todo fue descubierto a tiempo. Con continuas visitas de doctores, se está recuperando en su hogar bajo estricta supervisión médica». Tras una rehabilitación paciente y progresiva, la pequeña de las hermanas Williams ha vuelto a coger una raqueta y ha recobrado unas sensaciones que no vivía desde hace 346 días. El martes ganó un partido y ayer perdió otro, pero eso ahora no parece tan relevante. «No estoy preparando este torneo. Ni Wimbledon. Me estoy preparando para el resto de mi carrera», dice con solemnidad.

El espejo de Venus

Durante todo este tiempo, Serena ha buscado consuelo en su hermana mayor, Venus (Lynwood, California, 1980), también lesionada desde enero: «Cuando una está mal, ayuda ver que alguien cercano a ti también lo está pasando mal». La frase, un poco puñetera, ejemplifica la mezcla de cariño y rivalidad que se profesan las dos Williams. Venus abandonó este año el Abierto de Australia cuando disputaba su partido de tercera ronda, con unos atroces dolores en el abdomen y en la parte anterior del muslo. Según la jerga médica, padecía una lesión en el músculo psoas. En los últimos cinco meses, se ha limitado a hacer ejercicios físicos y a entrenarse con su hermana. «Estábamos en el mismo camino, aunque el suyo no fue tan largo y tan duro como el mío», puntualiza Serena.

Ambas han regresado al circuito a la vez, en este pequeño torneo inglés de Eastbourne, antesala del gigantesco Wimbledon. Su vuelta, justo cuando empieza la brevísima temporada de hierba, ha sido recibido como un verdadero maná por los organizadores del glamuroso campeonato británico, que temían ofrecer un cuadro femenino cada vez menos atractivo. Las hijas del excéntrico Richard Williams, un entrenador de tenis autodidacta, pueden presumir de poseer, entre las dos, nueve ensaladeras de plata (cinco Venus, cuatro Serena).

Los controvertidos métodos pedagógicos del señor Williams, que primero decidió no escolarizar a sus hijas y que luego las retiró de todas las competiciones juveniles, han dado sus frutos. En la peligrosa frontera de los treinta años, con la cuenta corriente rebosante de dólares y tras varias lesiones graves, las dos hermanas empiezan a atisbar el angustioso momento de la retirada. Sin embargo, al menos para la pequeña, todo esto se ha vuelto poco importante: «Prefiero tomármelo día a día. Ahora veo las cosas desde otra perspectiva». Sobre la pista, Serena sigue pareciendo tallada en roca negra, pero ya no es la misma. Acaba de descubrir que también ella es vulnerable. Extremadamente vulnerable.