La caída más dura
Actualizado: GuardarHace año y medio, el guardameta alemán y exportero del Barcelona Robert Enke, de 32 años, se lanzó a la vía del tren. Padecía depresiones que en 2006 se agravaron debido a que una malformación cardiaca congénita le arrebató a su hija de 2 años. Ni siquiera pudo animarle su prevista participación en el Mundial de Sudáfrica ni la sonrisa de Leila, la niña adoptada que entró en casa seis meses antes de que la vida le colara su peor gol, el de su muerte.
Ya va para cinco años que otro portero, pero de waterpolo, el mejor del mundo hasta su retirada en 2004, decidiera saltar por la ventana. Jesús Rollán tampoco pudo luchar más contra sí mismo ni sus fantasmas y, después de tantos éxitos deportivos, prefirió desaparecer. «Mamá, la vida para mí ya no tiene sentido; me he jubilado a los 37 años y hasta ahora he sido muy feliz. ¿Qué más quiero?», solía repetir a su madre, quien lo recordó en una conmovedora carta que le dirigió el 4 de abril de 2006 para felicitarle su cumpleaños «ahí donde estés». No había transcurrido un mes desde su fallecimiento.
Enke y Rollán no son dos casos aislados. La alta competición suele pasar alta factura. La presión por ser el mejor, por rendir más y no defraudar acaba engendrando fracaso. Y la retirada, cuando el cuerpo empieza a fallar, harto de lesiones y recuperaciones, cansado de tanta tensión y desgaste, puede incluso desembocar en tragedia. ¿Qué sucede? ¿Cómo se puede saltar de la gloria al abismo? ¿Dónde encontrar la red que amortigüe el golpe de nacer otra vez y encima alejado del reconocimiento social? Expertos en psicología deportiva como David Llopis esbozan la clave del problema. «Lo que sucede con un competidor de élite cuando abandona la práctica deportiva es que no recibe la atención que debería. Sin duda, es uno de los temas más descuidados del deporte». Así de tajante se expresa este profesor de Psicología de la Universidad de Valencia, que contrapone esa laguna a las numerosas investigaciones que se elaboran para conocer los aspectos que influyen en el rendimiento deportivo, a fin de mejorarlo. Sin embargo, la otra cara, la de después, no parece importar. De ello se quejaba Pilar Prada, madre de Rollán, cuando ironizaba sobre los medios de los que disponen los profesionales para incorporarse sin traumas a otra actividad cuando finaliza su carrera.
Y la realidad es la que se empeña en constatar el drama. De eso saben mucho los atletas Yago Lamela y Pilar Hidalgo. Ambos han saboreado las mieles del triunfo, la amargura de la derrota, el desconsuelo del abandono social y las dificultades para trazarse una vida con sentido tras despedirse de la competición de élite.
Lamela (Avilés, Asturias, 24 de julio de 1977) ingresaba el pasado viernes en la planta de Psiquiatría de Hospital San Agustín de su localidad natal aquejado de un cuadro depresivo por el que acudió a urgencias. Dos días antes, compañeros del gimnasio al que iba varias veces a la semana le vieron «normal». Aunque no se relacionaba demasiado con la gente, salía poco de casa y cuando iba al centro deportivo lo hacía con sus inseparables cascos de música puestos, ninguno sospechó que podría estar pasando un mal trago. Personas de su entorno especulan con la posibilidad de que «no supiera muy bien qué hacer con su vida» desde que abandonara definitivamente el atletismo en 2009. Cuando anunció su retirada, nada presagiaba que las cosas no le iban a ir bien. Estaba ilusionado con hacer un curso de piloto de helicóptero, uno de sus sueños, y se apuntó a una escuela en Cuatro Vientos (Madrid), con tan mala suerte que la empresa quebró y su carné se esfumó. Después optó por establecerse en Estados Unidos. Poco antes de las últimas navidades, Yago Lamela aterrizó a Avilés con la idea de volver a cruzar el charco pero, de momento, permanece en casa de sus padres. Las redes sociales no le olvidan y le han enviado cientos de mensajes de apoyo. «Yago, solo tu puedes encontrar el camino». «Muchos ánimos campeón, no es más fuerte el que más duro golpea, sino quien mejor encaja los golpes. Hay tiempo para todo, para estar en la élite, con la familia, con el trabajo, tienes mucho de lo que disfrutar, eres grande». «Yago, saca fuerzas de donde sea y sal de esta. Gracias por los días que nos has dado y por ser ejemplo para muchos jóvenes...». Ayer, cuando salía del hospital, Yago agradecía esos cientos, miles de mensajes de cariño.
El infierno de Hidalgo
Aunque nos cueste aceptarlo, algo que también acostumbran a hacer federaciones y entrenadores, los deportistas están hechos de la misma pasta que el resto de los mortales, solo que a ellos se les exige más, se autoexigen al límite y no pueden permitirse altibajos anímicos. Manel Estiarte, líder junto a Rollán de la selección española de waterpolo durante dos décadas, ofrecía un testimonio elocuente: «Todos nos van a recordar por las victorias, pero nadie sabe lo que hemos sufrido», como ver a Rollán, por ejemplo, con las dos piernas destrozadas. Hay lesiones que no perdonan. El punto débil de Yago fue, precisamente, su talón de Aquiles, que no llegó a sanar del todo.
Otros profesionales han compatibilizado su carrera deportiva con un silencioso infierno plagado de fracturas, pero de esas que fagocitan las neuronas y ensombrecen la mente. La triatleta Pilar Hidalgo pasó por un verdadero calvario durante sus años en la cúspide. El relato colgado en su web, donde habla de su terrible experiencia, exhala una humanidad prodigiosa, de esas que enternecen y, por desgracia, escasean. Pilar habla sin tapujos de su carrera más dura. «Hasta aquí llegó el sufrimiento». Así comienza una confesión que eriza el alma. A los 16 años sufrió el desamor y no pudo superarlo y encubrió su fracaso otros 16 años. «Me cobijaba en la comida a cada sentimiento de decepción, frustración, cólera... Comía insaciablemente (así como lo burra que fui para competir o darlo todo, así eran los atracones...) y vomitaba para limpiar esa sensación de mal estar frustración, decepción, para vaciar ese sentimiento». La atleta convivía con ese 'trastorno alimentario no especificado' -ni bulimia ni anorexia-, hasta que dijo basta, harta de «sangrar, hacerme daño, pagarlo con los que más me quieren, daños circulatorios, digestivos, hormonales... y lo más grave, el daño psíquico». Hasta que ingresó en el ITACT, instituto especializado en trastornos alimentarios. Ahora anima a todas las chicas («que he visto en mi deporte con el mismo problema») a que lo dejen todo y se curen.
David Llopis cree que las tasas de suicidios y depresiones no son más elevadas que en el resto de la población. «Lo que sucede es que tienen mayor repercusión mediática. Los deportistas desarrollan recursos psicológicos que les ayudan a hacer frente a las adversidades». Pero admite que en algunos casos el componente emocional y psicológico se vuelve contra ellos y caen en la anorexia, en la depresión o en las drogas. «Todas las federaciones deberían tener un departamento de apoyo psicológico a los deportistas para prepararles para la transición a la sociedad cuando se retiren».