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La metamorfosis tranquila de Rajoy
Mantiene el perfil de 'señor de Pontevedra', pero ya cuenta chistes y bota en el escenario Directo y sin artificios, el PP ha comprobado que ahora es el líder que añoraron en otras campañas
MADRID. Actualizado: Guardar¿El carisma del candidato propicia la victoria electoral o la victoria electoral dota al candidato de carisma? Mariano Rajoy, al que un sector de su formación reprochó durante años su aparente falta de temperamento, llevó el domingo al PP a su mayor victoria en unas elecciones municipales. Siempre que sale a colación la baja valoración personal que inspira a los españoles, según los sondeos que realiza el Centro de Investigaciones Sociológicas, Rajoy resta importancia a este tipo de suspensos y recuerda que llegó a ser el ministro mejor valorado cuando fue titular de la cartera de Interior en el Gobierno de José María Aznar. Y es que, en política, el líder de los populares sí considera que el hábito hace al monje.
Fueron precisamente los nostálgicos del 'aznarismo' quienes alimentaron, en la víspera del convulso congreso nacional que el PP celebró en Valencia en junio de 2008, la comparación entre el anterior y el actual inquilino de la séptima planta del número 13 de la calle Génova, cuartel general de los populares. Pero la pócima del triunfo cura todo tipo de cuitas internas y destierra al más crítico de los sectores al último lugar de la fila.
Rajoy, durante la reciente campaña electoral, evitó ser alguien que no es. Ni siquiera cayó en la tentación de representar el papel de un personaje de esos que aspiran al halago fácil. Fue, sencillamente, un señor de Pontevedra, ciudad en la que creció, aunque nació en Santiago de Compostela, como gusta definirse. Nada de excentricidades. «España no está para experimentos», es uno de sus más habituales latiguillos.
Riesgos, lo que se dice riesgos, ha asumido pocos. Guardó todas las cartas que tendrá que poner boca arriba cuando llegue a la Moncloa y prefirió ser el altavoz del temor ciudadano ante la crisis económica. Dejó, sencillamente, que el efecto balsámico de las encuestas actuara. Una estrategia que recibió un aliado inesperado, José Luis Rodríguez Zapatero. El jefe del Ejecutivo socialista, con su decisión de llamar «bellaco» a quien le acusara de haber acometido recortes sociales otorgó a su rival más de medio argumentario para los días finales de la campaña. La principal característica de esta transformación tranquila de Rajoy estuvo en el uno contra uno. Más cercano y relajado que en convocatorias electorales anteriores, posó con paciencia con miles de correligionarios que querían fotografiarse con él, dio la mano y besó a una ingente cantidad de personas. Y, especialmente, conectó como nunca con las decenas de miles de militantes que asistieron a los actos que protagonizó por toda España. «¡Estás más delgado y guapo que en la tele!», le espetó una señora en la menorquina Mahón. «¡Es que la tele la controla Zapatero!», bromeó distendido.
Huyó de clichés como el de la 'niña de Rajoy' de las generales de 2008, dejó a la pequeña jugando o estudiando aunque 'amenazó' con resucitarla el año que viene, y empleó un lenguaje simple, directo y plagado de alusiones sentimentales. No se encorsetó en largos discursos escritos, sino que ideó una base común para todas sus intervenciones a las que, según el territorio, salpicaba de alusiones y propuestas sobre un problema propio en cada puerto.
El mensaje era claro, en España se crearon casi cinco millones de empleos en los ocho años que el PP estuvo en la Moncloa. «Sabemos cómo hacerlo y lo volveremos a hacer», aseveraba desde la tarima de una abarrotada plaza de toros de Valencia, o en un reciente ferial en Oviedo o en los salones de un hotel en Málaga o en un teatro romano en Mallorca. Estas palabras generaban la misma reacción allá donde las pronunciara: «Oa, oa, oa, Mariano a la Moncloa». A lo que el líder respondía: «Yo llegaré a la Moncloa, que no os quepa la menor duda». Un convencimiento que disparaba un nuevo récord de decibelios.
Rajoy, por fin, se ha doctorado en esa abstrusa ciencia que practican los mitineros, peculiar título que ya poseen ilustres de su formación como José María Aznar, Javier Arenas o Esperanza Aguirre. Hace apenas tres años, era más evidente que la química entre los populares andaluces y Arenas era mayor que con Rajoy. Todo eso ha cambiado. Aún no le llaman «guapo» en Sevilla, pero como se dice por esas tierras ya «arma el taco». Cuatro días antes de las elecciones del pasado domingo le hicieron incluso saltar en el escenario al grito de «¡que bote Rajoy!». «Tengo forma física suficiente para botar más de una vez, pero no lo creo conveniente.», acotó para regocijo de los presentes.
Bildu y Valencia
Los pilares de esta forma de actuar se gestaron en la convención que el partido celebró en Sevilla el pasado enero. Un cónclave en el que quedó claro que Rajoy pensaba seguir la senda de Nicolas Sarkozy en 2007. El presidente francés apostó por someter al centroderecha francés a una operación cosmética inspirada en el 'storytelling', una técnica que cambió la forma de hacer política en Estados Unidos en la década de los noventa. El jefe del partido que aglutina todos los apoyos de la derecha en España pidió, sin complejos, el voto a los socialistas desencantados o no. Y acertó, al menos a la vista del resultado final, más de un millón de votos socialistas emigraron a las listas populares. Hubo imponderables que pusieron en riesgo su meditada hoja de ruta. En especial, la decisión del Tribunal Constitucional de permitir a Bildu concurrir a los comicios.
Lejos de responsabilizar al Gobierno socialista del regreso de los 'abertzales' a las instituciones, algo que sí hicieron dirigentes de su partido con los que comparte mesa de reuniones, Rajoy mantuvo el perfil de quien aspira a gobernar y que, obviamente, no puede tocar a rebato contra las instituciones democráticas a la primera decisión contraria a sus intereses. Por eso cargó las tintas contra Bildu, pero sin arremeter ni contra los jueces ni contra Zapatero. Tampoco se inmuto ante los reproches por eludir las conferencias de prensa y hacer caso omiso a las preguntas de los informadores. «Voy a hablar de lo que le importa a la gente, yo no estoy aquí para contentar a nadie», mantuvo en más de una ocasión sin micrófonos cuando se le apretó con algún asunto.
El único terreno minado que pisó fue Valencia. Su decisión de arropar con afecto a Francisco Camps podría acarrear problemas, pero calculó que sería a medio plazo. «Cuentas con mi respaldo y el de todo el partido y lo sabes», dijo Rajoy al presidente valenciano sin importar que Camps pueda convertirse o no en el primer presidente autonómico que se sienta en un banquillo de los acusados para responder, en este caso, de un presunto delito de cohecho por el caso de los trajes. Eso sí, esta exaltación de la amistad llegó antes de que el Tribunal Superior de Justicia de Valencia decidiera investigar la presunta financiación ilegal del PP valenciano Rajoy, por no variar, casi ni modificó su rutina diaria durante la reciente batalla municipal y autonómica. Recorrió una media de 700 kilómetros al día y, salvo en tres ocasiones, siempre regresó a Madrid para dormir junto a su mujer y el pequeño de sus hijos, el mayor finaliza este curso en un colegio del Reino Unido. Toda una paliza, porque muchas noches llegó pasadas las doce y tenía que ponerse en marcha a las seis o las siete de la mañana para volverse a subir a un avión para aterrizar en una comunidad autónoma cada día.
Intentó mantener su régimen alimenticio y deportivo, aunque no siempre pudo completar su caminata de una hora. En cuanto a la dieta, aunque solo fuera por agradecer el esfuerzo a sus anfitriones, tuvo que comer de todo en la media docena de comidas o cenas-mítines que presidió: alubias pintas en Vitoria, lacón en Santiago de Compostela, paella en Menorca, jamón y surtido de ibéricos en Jerez de los Caballeros.