Sociedad

MEJOR UNA ESTATUA EN EL PARQUE QUE UNA FUNCIÓN TEATRAL

CATEDRÁTICO DE COMUNICACIÓN AUDIOVISUAL Y PUBLICIDAD EHU/UPV Actualizado: Guardar
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El disfrute del teatro es algo inmaterial, el público no se lleva el teatro a casa como una lechuga. El uso del teatro tiene que ver más con el de un servicio, como una carretera o un museo en donde no hay apropiación del bien sino la mera presencia, y el valor no lo paga todo el último, porque la cosa no se agota aunque otro la haya poseído ya. Incluso, como es un arte caro, su coste no solo sale de la taquilla, por lo que ayudas y subvenciones suelen ser imprescindibles.

Los amos del teatro fueron los empresarios de compañía y de sala en busca de un beneficio, o el erario público, que en los orígenes buscaba un rendimiento creativo o político. Con el tiempo, pocos se arriesgaban a una batalla desigual en un mercado en que a la competencia -no de otras empresas sino de los teatros públicos- no la movía el lucro, sino un reconocimiento social. Además, en el teatro apenas suele haber mecenas privados porque ese tipo de iniciativa se inclina más a patrocinios que queden para siempre y no a gestos efímeros. Mejor una estatua en el parque que una función de teatro. Y los emprendedores se fueron a otra parte cuando el negocio bajó.

La actual concentración de las salas en manos de una administración pública en tiempo de crisis ha hecho saltar alarmas en el gremio teatral. El entusiasmo del ladrillo por el teatro obedeció a la voluntad política de dar una imagen de glamour cultural y de ocio ostensible, o un barniz de calidad a la gestión, pero apenas iba a ir un punto más allá con compañías residentes, centros de producción o docencia, programas o proyectos estables con dinero a medio o largo plazo... como se ha hecho en Francia con la red de casas de cultura o en Alemania, donde los teatros de la ciudad tienen con frecuencia un centro de producción anejo. Los empresarios privados han visto, incluso, que salas de propiedad pública las explotan empresas, o un gerente a la orden con criterios de puro negocio, donde lo que vale es la cuenta de resultados. Los balances de los teatros públicos son muchas veces una patética relación de números que tratan de competir incluso entre sí en un ámbito que debiera ser solo de servicio.

Un efecto del oligopolio de demanda de teatro por parte de los municipios o autonomías fue ya el padecer el riesgo de sus programadores, encargados y técnicos de cultura no siempre expertos en teatro y que impusieron su gusto, sus condiciones y sus tarifas. Hubo sucesivas degradaciones, la unificación a la baja de los montajes que tenían que caber en el local menos dotado de las redes del teatro.

También la falta de riesgo, con vista a recetas de éxito seguro, teatro fácil, temas ligeros, o carteles a partir de la fama de TV o de la moda. Montajes baratos -dos o tres actores-, títulos que procedían del cine de éxito, teatro de fin de semana cuando la TV les daba el día libre a sus intérpretes. Incluso los bajos controles de calidad en las giras que apenas miran casi nada que tenga que ver con la calidad de cada representación -una sala apta, sonido, suficiente visibilidad, decorados completos, difusión...- que tratan de que el acto salga como sea (a veces nada más que por justificar la subvención a la sala o al grupo).

Si la actual crisis hace que ya ni la Administración sea un cliente fiable porque paga poco, y empieza a pagar tarde y mal, el desastre va a ser grande. Se había casi acabado con el teatro privado, muchos de los locales públicos nacieron sin proyecto y vacíos de contenido a fuerza de tratar de hacer de todo, y la hipoteca artística que supuso la ocupación rutinaria de los teatros con poco criterio pueden llevarnos a una situación cada vez más preocupante. Y los efectos colaterales y la precariedad ya detectados antes no harán más que agravarse a partir de ahora.