LA HOJA ROJA

UNA REFLEXIÓN

De las grandes indignaciones humanas salieron siempre las grandes revoluciones, desde la francesa a la más reciente de Tahir

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Se supone que en una democracia todos somos políticos, entendiendo el término tal y como lo hacían los griegos -los griegos de antes, claro está-, es decir, todos somos ciudadanos con alguna responsabilidad en el gobierno de nuestra sociedad. Se supone, por tanto, que así de sencillo debería ser el mecanismo que diera equilibrio al sistema cuando la cuerda se afloja. Todos iguales, y a partir de ahí se establece un sistema jerárquico -por muy democrático que sea, sigue siendo piramidal- en el que unos ciudadanos gobiernan simplemente porque otros los eligen, los votan atendiendo no sólo a sus ideas, sino a sus capacidades y méritos, y de manera automática vigilan muy de cerca su comportamiento y juzgan la gestión que desempeñan, aplaudiendo o revocando su mandato en las urnas. Luego, ya lo saben, el tiempo y la historia se encargarían de enrarecerlo todo y todos los buenos propósitos de la democracia griega se guardarían en el equipaje de lo que el viento se llevó, dejando tan sólo las formas -políticos, promesas, elecciones, votaciones- y olvidando casi por completo el fondo. Y así, llegamos casi a asumir la superioridad de aquellos a los que nosotros mandamos a mandar, creando una auténtica casta de especialistas en política -normalmente sin otro oficio ni beneficio- olvidando por completo que los políticos debían estar al servicio de la ciudadanía y no al contrario, y aceptando como una norma más del juego democrático que el ciudadano de a pie estuviera obligado pasar por todos los niveles, fastidiado, agobiado, doblegado, dominado, aburrido, olvidado, hastiado, y por fin, indignado.

De las grandes indignaciones humanas salieron siempre las grandes revoluciones, desde la francesa hasta la más reciente de Tahir. Y de la misma manera que Heisenberg formulara el principio de incertidumbre por el que se acepta que cuanto mayor certeza hay por determinar la posición de una partícula menos se puede conocer su trayectoria y su velocidad, a partir del estado de indignación de un cada vez más numeroso grupo de ciudadanos se ha ido formulando el principio de la democracia real, algo que comenzó de manera algo tibia el pasado domingo con la convocatoria de manifestaciones en distintas ciudades en las que se no se pedía el voto para ninguna formación política de las que concurren en los comicios de mañana, sino que se pedía entre otras cosas, la regeneración de la clase política y la reforma de ley electoral. No eran sólo parados, ni hipotecados impotentes, ni progres trasnochados, ni siquiera había una ideología explícita, eran, eso sí, muchos. «Y luego diréis que somos cinco o seis» coreaban mientras subían la Cuesta de las Calesas como una marea humana. La misma marea que trajo como una ola las noticias de Madrid, la quedada en la Puerta del Sol, la prohibición de la Junta Electoral, la resistencia, la acampada que sería secundada de manera inmediata en otras ciudades y, por fin, las primeras declaraciones de este grupo humano «nos tienen miedo porque no tenemos miedo» decían demostrando que la palabra sigue siendo un arma cargada de futuro. «No somos antisistema, el sistema es antinosotros. Ya ni sabéis qué hacer para prohibirnos», decía la pancarta más fotografiada de los últimos días en los que la infección ha ido creciendo hasta contagiar a una mayoría de ciudadanos hartos de que la política sea el juego de salón de unos cuantos mientras el Washington Post lanzaba uno de los más impactantes y demoledores titulares «A spring of frustation in Spain».

Frustrados. Sí. Así estamos. Porque en las últimas mudanzas perdimos todos los sueños, todas las esperanzas es por lo que los «indignados» que acampan en el Palillero saben que nos les queda más que perder y tal vez todavía puedan ganar algo en la tómbola del mundo. Algo como un espacio abierto a la tolerancia -no confundir con talante, que ya se sabe lo que pasa después- , abierto a todos los ciudadanos interesados en mostrar su indignación y en compartir la idea de un cambio estructural en la forma de gobierno, y cerrado a todos los enemigos de la democracia real, «a los bancos, a las multinacionales y a la clase política que nos aleja del bien común y mantienen a la población en su ignorancia». Tal vez todavía puedan ganar algo como el respeto, como la consideración, como el recomponer las piezas del puzzle que habíamos encajado mal.

Algo como la ilusión porque algo se mueve y porque hemos recuperado el punto de partida, que ya es mucho.

Suena tan bien la música que ganas dan de ponerle letra, de encontrar la playa debajo de los adoquines, de cantar aquello de «Yoy may say I'm a dreamer but I'm not the only one». Sí. Dan ganas de unirse a ellos, de gritar que estuvimos hartos pero que ahora estamos indignados y de convertirnos de nuevo en verdaderos políticos. Después de todo, dan ganas de ir a votar mañana y de cumplir con las reglas del juego democrático. Esa es la auténtica reflexión, que ya lo dijo Lennon «Image all the people living life in peace». No lo olviden.