Una cruz negra sufre el futuro de tres familias
José Calva y otros cinco ecuatorianos dejaron ayer su vivienda tras la inspección de los arquitectos
LORCA. Actualizado: GuardarDos aspas sobre el mármol rajado que preside la entrada del edificio San Mateo han terminado de doblegar el espíritu de media docena de personas que vinieron a España hace nueve años para encontrar un futuro. Las aspas, de color negro, las ha pintado uno de las decenas de equipos de arquitectos que recorre la Ciudad del Sol emitiendo veredictos sobre la habitabilidad de las casas tras el seísmo. Y el negro es claro: no se puede vivir, ni tan siquiera recoger enseres. El edificio debe ser derribado.
Pero José Calva, uno de estos seis ecuatorianos, no duda en acompañarnos por la tortuosa escalera -el ascensor dejó de funcionar tras el latigazo telúrico- hasta el quinto piso. En los zaguanes, menesterosos grupos de emigrantes -los únicos que desafíaban la cruz negra aún- empacan sus humildes pertenencias. En la casa que José comparte con su mujer, dos hijos y otras dos parejas ecuatorianas, media docena de personas se afanan con bolsas y maletas ante la atónita mirada de Steven, el hijo pequeño de un año de Calva.
«Nos tenemos que ir, nos han dicho que hay que desalojarlo de inmediato porque los daños son estructurales y en la parte de abajo son tremendos. Si hubiera otro temblor o una réplica, el edificio entero podría derrumbarse», explica Olga Pantoja, la mujer de Calva. A la mujer es difícil que se le olvide el momento del terremoto, porque le pilló en el piso con sus hijos y literalmente escuchó el «crujido» que anunciaba que la estructura había superado su umbral de resistencia. «Tuve miedo. Mucho. Y más por los pequeños», explica Olga, procedente de la provincia de Loja, como su marido.
Patricia y Víctor, los hermanos Güaita, son de Tungurahua, una provincia ecuatoriana llena de serranías que vive a la sombra del volcán homónimo. Pero vivir a la sombra de un volcán no es como vivir sobre una falla, como ambos han comprobado. Y lo peor no es solo el terremoto. Es el día después.
Ayer ninguno de los seis -Steven y su hermano están exentos- pudo ir a trabajar al campo. Y sus patrones -y los cultivos- no esperan. «Si no vamos nosotros, contratarán a otros. Pero es que ahora no tenemos ni coche para ir a trabajar. ¿A dónde vamos a ir sin casa y sin trabajo? Nos espera un futuro muy complicado», afirma Patricia.
Nadie pronuncia la palabra «regreso», aunque flota en el ambiente. «Nuestras familias tardaron horas en contactar con nosotros. Estaban muy preocupadas», explica Wilson. Por ahora, su negro futuro marcado con el aspa negra en el portal del edificio se trasladará al campamento de Santa Quiteria, donde los ocho tratarán de mantenerse juntos. «Somos amigos incluso de antes de venir a España o Lorca y queremos seguir así», afirman casi al unísono. Las soluciones ya vendrán, pero todo pasa por conseguir una vividenda cerca del campo que les da el jornal. «Si no podemos en Lorca, al final tendremos que irnos a otra zona, a Águilas, porque tenemos que trabajar y allí puede que no lo tengamos tan complicado para conseguir casa», confiesa Calva mientras termina de llenar una maleta con ropa.
La hija de María Isabel Romero cumplía ayer 6 años, pero el seísmo del miércoles la ha dejado sin la fiesta de cumpleaños que su familia tenía ya organizada. Sin embargo, pese a su juventud, a la pequeña Ana no se le escapa nada. Ha entendido que en Lorca no hay ahora mismo nada que celebrar. «Nos ha dicho que no quería celebrar su cumple», explica emocionada su madre. Esta joven ha abierto estos días las puertas de su casa, intacta tras el seísmo, a toda su familia. Su madre, Francisca Romero, no podía contener las lágrimas al observar ayer la pintura roja en la puerta de su vivienda.