Noche en una ciudad fantasma atenazada por el miedo
La tranquilidad contrasta con el bullicio del campamento donde se concentran los desafortunados entre los desafortunados
LORCA . Actualizado: GuardarCae la noche. La segunda tras el terremoto. Lorca se sume en las sombras. Alguna luz de algún comercio, pero apenas hay vida en las casas. Pocos, muy pocos, son los que se atreven a volver a sus domicilios, por mucho que los arquitectos hayan pintado en su portal el ansiado punto verde. El silencio y las continuas sirenas encogen el corazón, mientras las sombras se hacen cada vez más oscuras en la avenida Juan Carlos I, otrora la arteria de la ciudad. El ruido es siempre el mismo: el de los zapatos pisando cascotes y más cascotes. Las imágenes similares: grietas por doquier.
Solo en el número 61 de la avenida hay vida: decenas de bomberos y policías acordonan la zona. El inmueble, dice un acalorado agente, puede estar viviendo sus últimas horas. «No lloro. Es el polvo», dice Manuel Gómez, uno de los vecinos de la zona. Es una excusa. 24 horas después del seísmo, en la segunda noche tras la tragedia, ya no hay polvo. Solo grietas, coches abollados y personas de mirada ausente que, con la noche, parecen aún más zombis.
Marisa Tel, frente a las ruinas de la fachada de su casa en la plaza de Vera, mete sus últimas cosas en el coche. «No puedo, no puedo. Me da miedo. Miedo a otro terremoto, miedo a todo. No puedo dormir en casa». Marisa tiene razón. El aspecto de la ciudad, solo iluminada en algunas zonas por las luces de los coches, la hace aún más tétrica.
Cementerio en vida
Solo fuera de la ciudad uno tiene la impresión de salir de este cementerio en vida. Una larguísima cola de vehículos huye de Lorca hasta formar un atasco quilométrico. «Mejor dormir en Águilas, en Murcia, en dónde sea, mejor olvidar este infierno un rato», dice Manuel. El no tiene opción, su casa de la Avenida de Europa tiene el punto rojo.
Manuel ha parado en la farmacia frente al centro comercial de San Diego, famoso en las últimas horas por estar situado junto a la iglesia cuyo campanario cayó en directo en una televisión nacional. La botica es el único signo que recuerda que hasta hace 24 horas Lorca era una ciudad más de un país que no estaba en guerra. La farmacia es lo único abierto, y una churrería frente al centro comercial, que al ser una caravana no sufre riesgo de derrumbe. Los churreros, más que feriantes, esta noche parecen ser buenos samaritanos. La cola para conseguir algo de comida es larga.
Detrás del centro comercial, el polideportivo Europa, da cuenta de la magnitud del seísmo. Inutilizado para acoger a los más desafortunados, que se concentran a un centenar de metros, en la Huerta de la Rueda, el recinto ferial, ya convertido en un inmenso campo de refugiados donde se hablan mil lenguas: las de los desafortunados entre los desafortunados, los que no tienen ni amigos ni familiares a los que recurrir en busca de un techo después de que la mala suerte les haya obsequiado con el maldito punto rojo.
Hace frío y algunos todavía no tienen tiendas. «Nosotros esperamos, somos jóvenes», dicen Henry y Félix, dos hondureños a los que su llegada a España les ha deparado un terremoto. Parecen resignarse, después de que el temblor les sepultara con el falso techo en su casa.
A destajo
Los chicos de la Cruz Roja y de la Unidad de Emergencias del Ejército trabajan a destajo por plantar tiendas como si fueran setas. Pero no es suficiente. Entre sándwiches, yogures y bocadillos las penas parecen por unos instantes menos. Pero enseguida vuelven los miedos, como Fátima, que con su hija Carem, y su marido Hamed, lo han perdido todo. «No sabemos qué vamos a hacer. Nuestra casa del Cejo está inhabitable y no tenemos dinero ni para salir de Lorca», dice Fátima mientras su niña se duerme en su regazo, a pesar del ruido de cientos de personas a la espera de darse de 'alta' en las tiendas del 'censo' de la cruz roja.
Es difícil encontrar a españoles en este campamento de los más desesperados. Pero ahí está Esmeralda Baillón, vecina de la calle Santiago. Está con su madre y su hija. «Es una experiencia. Durísima, pero es una experiencia», dice esta mujer. Sentada a la puerta de su tienda como si de un camping se tratara da la bienvenida a Miguel Miranda, un voluntario cordobés de la Cruz Roja de Lucena, que junto a los soldados Guardiola y Ceballos, se desvive por dar humanidad.
«Ves, no todo es negativo en esta ciudad fantasma. Hay gente como ellos. En estos momentos surge la solidaridad. Y mira, al menos estamos vivos, con miedo, pero vivos y podemos contarlo». Las palabras de Esmeralda son la única luz en la oscura la segunda noche en Lorca.