Los niños de Samarkanda
Actualizado: GuardarNosotros nacimos -perdonadnos- en un tiempo a mitad de camino entre las caderas de Elvis y el flequillo de los Beatles, cuando la España de Franco debutaba con picadores de garrote vil en Naciones Unidas pero nos sentíamos -indocumentados como éramos aunque no por ello felices-, más próximos a JFK y su glamour católico, su Marilyn cantándole 'happy birthday to you' a pesar de su Vietnam y de su Bahía de Cochinos, a pesar de nuestro concilio vaticano II y los tecnócratas del Opus gobernando a España mucho antes de que Hollywood santificara a José María Escrivá de Balaguer.
Los niños de Samarkanda tenemos hoy algo así como medio siglo y confiábamos entonces en que cualquier mapamundi nos sacara de las cuatro paredes de aquel país con olor a cerrado y sacristía. Fuimos los primeros en comprobar que los tebeos eran algo más que el cine de los pobres y aunque aprendimos a leer con el Capitán Trueno, supimos soñar con Peter Parker.
Fuimos los primeros en dejar la casa de nuestros padres, por la sencilla razón de que allí no se cabía, ni había paga semanal ni televisor de plasma. Los primeros en subirnos a la vespa de nuestros hermanos mayores llevando algo parecido al anagrama de Mercedes Benz pero que no quería decir lujo sino amor libre. Los primeros en fumar marihuana y en enterrar a los amigos asesinados por la flor del opio. Los primeros en amar sin ataduras y en desatarnos del matrimonio. Los primeros también, ¿por qué no decirlo?, en domar nuestro propio espíritu de aventura, nuestras ganas ubérrimas de horizontes lejanos, nuestra búsqueda eterna de un Shangri La que no existía porque, en el fondo, nos obligaron a borrarlo del disco duro de nuestros espejimos mejores.
Rafael Marín ha escrito una novela titulada 'El niño de Samarkanda', en la que pasa revista a ese viejo álbum familiar que nos une a todos aquellos que desconfiamos de Walt Disney pero que creíamos, en nuestro fuero interno, en los finales felices. Su relato, publicado por la heroica editorial Paréntesis, transcurre entre Algeciras y Cádiz. El lo presenta como una supuesta biografía de Juan José Téllez pero no le hagan caso. El niño de Samarcanda es Rafael Marín, que no sólo navega todavía en el galeón Human Rights del Corsario de Hierro, sino que no contento con inventar juglares de la Vía Láctea, niños incas, navegantes legendarios, superhéroes a la española, detectives de pueblo y profesores que persiguen asesinos en el eterno carnaval de nuestras calles, ahora crea un personaje que lleva mi nombre y a veces mi rostro, los rizos de la infancia y la testosterona de mi adolescencia. Rafael Marín ha escrito un ovillo de memoria de cuyo hilo podemos servirnos tal vez para saber quienes fuimos antes de que empezaran a salirnos las alas. Pero también es una novela que nos sirve para justo lo contrario, para seguir profundizando en esa larga expedición hacia el centro de nosotros mismos. A lo peor Samarcanda será la tierra en que, espero que sea nunca, nos sorprenda la muerte. Pero a lo mejor, es el confín en donde más temprano que tarde nos sorprenda la vida .