MUNDO

FRANQUICIAS DE TERRORISMO

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Por extraño que parezca, se puede defender la tesis de que Bin Laden fracasó en su día y eso, la falta de éxito, le obligó a internacionalizar su acción terrorista y le exigió un gran golpe, algo sin precedentes por su audacia, destreza técnica y entrega al martirio de sus autores: el 11 de septiembre de 2001.

Al-Qaida tenía por entonces nada, unos quince años de actividad, pero no lo sabía, no conocía su propia existencia funcional y solo los especialistas le concedían importancia y el nombre de Osama bin Laden, exiliado en Sudán, era conocido apenas por unos cuantos analistas y los servicios de seguridad. Es el tiempo de las entrevistas que el insoslayable Robert Fisk le hizo en la clandestinidad para 'The Independent'. Su récord por entonces era el doble atentado contra las embajadas norteamericanas en Tanzania y Kenia en agosto de 1998, con cerca de un centenar de muertos. Previamente Bin Laden había sido desposeído de su nacionalidad saudí tras haber prestado valiosos servicios a Occidente a finales de los ochenta, cuando trabajó a fondo en la recluta y envío de 'muyahidines' a Afganistán para combatir y derrotar a los soviéticos.

Al-Qaida no fue fundada un día a una hora, no tiene estatutos ni un programa de gobierno alternativo ni un espacio estatal o regional acotado para su acción: fue un colectivo manipulado en Afganistán, después un intento de acabar con la casa de los Saud, la dinastía saudí, que terminó muy mal para la organización y, finalmente y todo a un tiempo, una constelación de guerrillas urbanas que comenzaron a llamar jeque o emir a Bin Laden y a darle, sin que nadie la solicitase, su pleitesía y aceptar su autoridad. Bin Laden no ha escrito nada y siempre cedió la responsabilidad de teorizar algo a su segundo, el médico egipcio Ayman al-Zahawiri, el intelectual de la organización.

Esta condición itinerante, desestructurada y de trabajo en franquicias autodesignadas en diversos ámbitos han hecho sumamente difícil la lucha secreta contra Al-Qaida, que a falta de programa explotaba intuitivamente la desorientación de los militantes del islamismo radical en lo que, como explicó lúcidamente el arabista francés François Burgat, era «un proceso lento, profundo y natural de vuelta al mundo simbólico de la cultura precolonial». Pero Osama no sabía nada de esto y su pecado capital fue que su salafismo tosco y sin elaborar dio un anacronismo que no calaba entre la generación que seguía a la suya y tampoco servía para el islamismo moderado. Esta generación, con la admirable primavera árabe había hecho definitivamente irrelevante a Bin Laden.