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Las manos de Dios
Más de 60 gaditanos desarrollan hoy por hoy una labor misionera en todos los rincones del mundo Religiosos y seglares de la provincia cuentan cómo es la tarea que realiza la Iglesia en las misiones
CÁDIZ. Actualizado: GuardarAntonio Sizuela, misionero de los Padres Blancos, regresaba en enero de 1971 al poblado de Ngonorongore, en el sur de Mali, después de recoger en la ciudad el correo y echarse a la espalda quince kilos de piezas de recambio para el coche. Comenzó a llover «como solo llueve en África», atropelladamente, sin respiro, y el joven de 26 años se dio cuenta de que estaba en un aprieto: acababa de cruzar dos arroyos con el caudal crecido, el camino se había convertido en un cenagal impracticable y aún le quedaba otro riachuelo, el último, antes de llegar a la misión. Ni podía darse la vuelta ni podía esperar a que amainara en aquel cruce de corrientes. Tampoco quería abandonar el cargamento en medio de la nada. Así que se ajustó el saco a la cintura, intentó equilibrar el peso del porte y se internó lentamente en el agua. El barro del fondo cedió un poco, la torrentera le golpeó de lado y Antonio Sizuela perdió pie.
En la otra parte del mundo, pocos días antes del golpe de Estado de García Meza, un grupo de chavales encontró el cadáver del jesuita Luis Espinal. El cuerpo apareció salvajemente torturado en el suburbio de Achachicala (La Paz). Espinal había participado en una huelga de hambre contra la tiranía de Hugo Bánzer, y estaba considerado un «intelectual peligroso» por la cúpula militar. Tras su asesinato, los misioneros españoles, claramente significados con la causa democrática, se sintieron más que nunca en el punto de mira de los golpistas. Entre ellos estaba María Azucena Herrera, religiosa del Amor de Dios, actualmente 'destinada' en un colegio de Cádiz, y que por entonces llevaba 27 años en Bolivia. «Nos amenazaron sin ningún tipo de tapujos. Abiertamente. Teníamos miedo, pero también teníamos la razón de nuestra parte. Y mucha fe».
Esa fe, «una fuerza concreta», dice Sizuela, fue la que le hizo seguir nadando hasta el otro lado del río, con el lastre del saco arrastrándolo corriente abajo, las sandalias perdidas, sin apenas distinguir la orilla por culpa de la tormenta; esa fe «que en cada uno es de una forma», explica Azucena, fue la que le permitió a ella continuar en una lucha aún viva por mejorar las condiciones miserables de los mineros o los campesinos de Corocoro y Cochabamba, mantener abierto el orfanato a pesar de los pesares, ampliar las plazas del colegio, abrir nuevos centros «para la ayuda y protección de las mujeres más desfavorecidas».
Con esa fe «común y también muy personal» se identifica Antonio Aguilar (más de una década en Mozambique), y Manuel José Penco (casi 20 entre Honduras, Bolivia y África), todos ellos gaditanos que han militado o militan en la legión de misioneros (hoy por hoy son más de 60) que intentan que las manos de Dios alcancen hasta el último rincón de la Tierra.
Antonio Sizuela, nacido en Algodonales, se ordenó en 1969. Poco después llegó a la región de Kayes, cerca de Senegal, para cumplir con una vocación que siente como propia desde que a los siete años le pusieron en los Marianistas una película -todavía no sabe el nombre- en la que «un religioso barbudo, que por entonces le pareció muy viejo» intentaba sacar una motocicleta del barro para continuar su camino. Aquella escena, «que terminaba con todo el pueblo echándole una mano», le marcó.
Aprendiendo el 'oficio'
Tanto que un día aterrizó en Bámako y tardó 40 años en volver definitivamente a España. «Lo primero que pensé es que era imposible que en enero hiciera un calor tan insoportable. En París, de donde veníamos, estábamos bajo cero». Después: «Ese olor tan intenso y tan particular de África, un olor como a fruta y a tierra húmeda que uno no encuentra en ninguna otra parte». Y una nueva realidad: «Mali llevaba ocho años de independencia, organizada en una especie de socialismo al estilo chino, con grupos de paramilitares descontrolados, que te obligaban a buscar refugio en cuanto caía la noche, atracaban a los hombres y se aprovechaban de las mujeres».
En Ngonorongore aprendió, sobre la marcha, en qué consistía el 'oficio' de misionero, descubrió cómo «el capricho de la lluvia» provocaba hambrunas, cavó pozos, enseñó a los agricultores nuevas técnicas de cultivo y contribuyó a crear un dispensario médico. Regresó 20 años después, en 1993, «y entonces sí tuve la sensación de que todo aquel trabajo había servido para promover el desarrollo, porque cuando estás manos a la obra siempre te parece que se avanza demasiado poco».
En Bolivia, María Azucena Herrera se entregó a otras luchas, aunque en esencia eran las mismas. «Recuerdo, por ejemplo, la labor que realizamos en un pueblecito minero, a 4.000 metros de altura, donde los propietarios del yacimiento, por ahorrarse un dinero en nóminas y en seguros, situaban la mina en los 3.900 metros, lo que les servía para 'colocar' a los trabajadores en una categoría inferior y pagarles menos». Estuvo destinada en La Paz, Oruro, Quime, Cochabamba... «Aunque nuestra labor era muy amplia, la misión se centraba en promover la educación entre los jóvenes y la protección de la mujer», lo que implica gestionar «hogares de niños expósitos».
En los suburbios de África
Munhava es uno de los suburbios más grandes de África, una apretada constelación de chabolas que se extiende en los alrededores de Beira, Mozambique. Allí ha trabajado durante más de una década Antonio Aguilar, natural de Puerto Serrano. El religioso, que ejerció de responsable de Inmigración de la Conferencia Episcopal, convirtió la parroquia de Sao José en el epicentro de una 'modesta' revolución que se extendió por todo el barrio. Además de cumplir con sus obligaciones puramente litúrgicas, visitar a los enfermos y repartir pequeñas y grandes dosis de consuelo entre una población débil y a menudo hambrienta, Antonio puso en marcha, junto con la Asociación Esperanza para Mozambique, un centro social para mujeres, varios talleres y casas de oficio, organizó grupos de alfabetización y financió el tratamiento de enfermos.
Aguilar admite que es difícil mantener el equilibrio necesario entre «la compasión, la rabia y la 'sangre fría' necesaria para avanzar en esas condiciones». «Uno no puede cegarse por los sentimientos, porque eso te hace inoperante, pero tampoco puede negar su propia humanidad, su fragilidad, porque al fin y al cabo lo que nos mueve a ser misioneros es una fuente de amor absoluto».
O, en palabras de Manuel José Penco, gaditano de García de Sola, «el convencimiento de que no existe el progreso humano integral si el desarrollo material no está acompañado por un desarrollo espiritual liberador». Durante sus sucesivas estancias en Honduras, Bolivia y Mozambique, el misionero de los Seglares Vicencianos se ha confirmado en el principio de que «todos los cristianos tenemos que redescubrir esta vocación».
Tras el golpe de Estado de García Meza, con las milicias lanzadas a la consigna de «eliminar obstáculos», María Azucena Herrera tuvo que 'quitarse el hábito'. «Arriesgué mi vida visitando a los presos, escondí a jóvenes demócratas y hasta les compré clavos para que los arrojaran a las ruedas de los coches militares». Su misión en Bolivia le dejó, además del recuerdo de aquellos días de pánico, una secuela de la que se siente 'orgullosa'. «Un mal del corazón, provocado por el esfuerzo de trabajar a 4.000 metros. No es que me guste estar enferma, pero al menos sé que es la consecuencia de tantos años que entregué a los demás».