Sociedad

Fe sin término medio

Flagelos que rompen la piel, coronas de espino, clavos de trece centímetros que taladran las manos. Así es el Viernes Santo de San Pedro de Cutud, en Filipinas. La pasión más 'gore'

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Son habituales los vómitos y los desfallecimientos. Y no precisamente por el intenso calor que ya convierte San Pedro de Cutud en un horno. La razón hay que buscarla en la cruda representación de las últimas horas de Jesucristo que se lleva a cabo en este pequeño pueblo de la isla filipina de Luzón, a unos 70 kilómetros al norte de la capital, Manila.

Porque, cada año desde 1992, las calles por las que transcurren las procesiones de Jueves y Viernes Santo se tiñen de sangre, y no de un sucedáneo para efectos especiales como el que se utiliza en las celebraciones similares que se repiten estos días alrededor del mundo. No. Aquí todo es real. Los flagelos con los que expían sus pecados los penitentes, las coronas de espino que tocan la cabeza de Jesús y los clavos de acero de 13 centímetros que sirven para crucificar a quienes profesan una fe sin término medio.

También se han contado mujeres entre las que han participado hasta el final de la representación, y ha habido incluso extranjeros que han decidido saltar la valla que separa a los turistas para tomar parte activa. Pero después de que un británico decidiera en el último minuto abandonar la crucifixión que le esperaba, y que le provocó un lógico ataque de pánico, hace un lustro las autoridades de Turismo decidieron prohibir la participación de foráneos devotos. Por lo visto, solo se puede confiar en la fe inquebrantable de los locales. Para algunos son héroes nacionales. Para otros, solo títeres de un teatro llamado a obtener beneficios económicos.

Y si hay dos personas que sobresalen en la celebración de la Semana Santa en Filipinas, esos son Rubén Enaje y Rolando Ocampo. El primero, de 53 años, celebrará este año su primer cuarto de siglo ejerciendo de Cristo en la representación. 25 años clavándose manos y pies. Es su forma de agradecer a Dios que salvara su vida cuando en 1984 se cayó de un andamio. «Prometí crucificarme durante veinte años», cuenta. «Pero las dos veces que he intentado dejarlo, Él no me ha dado permiso y mi mujer ha enfermado. En una ocasión incluso casi muere». Por eso, seguirá sufriendo hasta que el cuerpo le aguante. En los quince minutos que pasa en la cruz antes de que los servicios médicos tomen el relevo de los romanos, Enaje reza «por la familia, el país y los que asisten».

El sufrimiento de Jesús

Rolando Ocampo, de 56 años, participó por primera vez en la procesión con solo 17. Pero hasta 1990 no decidió dar el paso final, y lo hizo después de que dieran buen resultado sus plegarias para que Dios salvara a su mujer, que corría serio peligro al dar a luz al primero de sus descendientes. «Prometí crucificarme cada Viernes Santo si se salvaban, así que ahora cumplo con ese deber», explica. «Solo cuando experimentamos el sufrimiento de Jesucristo en la cruz entendemos el dolor y el sacrificio por los que pasó».

No obstante, la representación se ha convertido en un circo mediático que no agrada a la Iglesia católica, que tiene en Filipinas su feudo más devoto de Asia gracias a la colonización española del siglo XVI. «Algunos creen que serán perdonados por Dios por hacer estos sacrificios, pero no necesitan herirse para conseguirlo. Yo no cuestiono su fe, pero no los animo», cuenta monseñor Ricardo Serrano, de la catedral de San Fernando, ciudad a la que está adscrita San Pedro de Cutud.

A pesar de las críticas, la historia se repite cada año. El espectáculo da comienzo con el arresto de Jesús por centuriones romanos armados con lanzas, que sí son de plástico para evitar accidentes mayores, y el juicio de Poncio Pilatos. En este punto, la condena sigue siendo la misma de siempre: arrastrar la cruz durante un recorrido de dos kilómetros hasta el lugar en el que pasará a mejor vida. Los penitentes continúan su vía crucis flagelando sus espaldas desnudas con las caras cubiertas por capuchas y, como cuenta la historia, los soldados romanos son los encargados de clavar a los enjuiciados en la cruz, previa esterilización de los clavos, ante la mirada de cientos de turistas, y con el ruido de los obturadores de sus cámaras como banda sonora de la representación más 'gore' de la Semana Santa.