Sociedad

Uno follonero y otro comedido, apasionados ambos, Mourinho y Guardiola tienen más cosas en común de lo que aparentan

JOSEP GUARDIOLA

Pep, el insaciable

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Cuando Pep Guardiola supo lo que se le venía encima, descolgó el teléfono y llamó a Xavi Pascual, entrenador de la sección de baloncesto del FC Barcelona. Pep quería saber cómo se podía mantener la tensión competitiva y la frescura mental jugando cuatro duelos casi consecutivos contra el Real Madrid, una circunstancia insólita para los futbolistas, pero habitual para los gigantes de la canasta. Nadie sabe qué remedios le recetó Pascual ni cuáles está aplicando Guardiola, aunque la anécdota ilustra el apetito voraz de Pep: un tipo insaciable y preguntón, que colecciona maestros y nunca se cansa de aprender.

Nada más colgar las botas, cuando meditaba si convertirse o no en entrenador, Guardiola viajó a Argentina para charlar con dos venerables patriarcas del fútbol, César Luis Menotti y Marcelo Bielsa. El catalán los había elegido como gurús y aterrizó en Buenos Aires sin reloj en la muñeca, dispuesto a beberse las reflexiones de aquellos dos profesores con la ansiedad de un explorador perdido en el desierto.

Según cuenta uno de sus grandes amigos, el cineasta David Trueba, cuando el Flaco Menotti vio llegar a Pep, tan agitado y sediento de consejos, se pidió un whisky solo, lo paladeó, encendió un cigarrillo, envolvió su respuesta entre virutas de humo y, con mucha prosopopeya, le animó a sumarse a su cofradía. «Así -le espetó- nos repartiremos los palos». Días después, el Loco Bielsa le convidó a un asado tradicional argentino en su casa de campo. Estuvieron once horas hablando. Once. En aquella conversación oceánica, Bielsa dejó caer a su inesperado alumno que, cuando entrenaba a un equipo, jamás concedía entrevistas. Le parecía injusto primar a los grandes grupos de comunicación y marginar a las pundonorosas emisoras de segundo o tercer nivel. Cuando Guardiola se sentó en el banquillo azulgrana, se arriesgó a seguir la misma pauta.

Si hubiera fallado, como pronosticó Menotti, le habrían llovido los palos. Pep proyecta una imagen tan perfecta (tan justa, tan objetiva, tan elegante, tan educada, tan amable, tan seductora) que resulta difícil no cogerle algo de manía. Una manía irracional y estúpida, sí, como la que despierta el alumno que saca todo sobresalientes, juega muy bien al fútbol y además es guapo, cortés y simpático, pero una manía peligrosa. Quizá por eso Guardiola coquetea con la retirada y apuesta por firmar contratos cortos, de año en año: sabe que hay muchos lobos con los colmillos afilados esperando un tropiezo, por leve que sea. Algunos periódicos deportivos pagarían millones por encontrar alguna esquina turbia en el carácter de Pep Guardiola, pero, de momento, apenas pueden esgrimir un par de lapsus sin demasiada importancia.

Coquetos y sobrios

Mourinho y Guardiola han creado personajes antitéticos: el portugués se ha construido una fachada excesiva, atormentada, confusa, llena de aguijones y de estalactitas; el catalán ha buscado unas líneas más puras, rectas y luminosas, sin recovecos apreciables. Sin embargo, el apabullante barroquismo de José y el minimalismo posmoderno de Pep esconden interiores semejantes: ambos sienten el fútbol con pasión febril, ambos se casaron con su novia de la adolescencia, ambos protegen a sus familias del embate de la fama, ambos son cultos, inteligentes, coquetos y políglotas, ambos exigen disciplina, ambos trabajan de sol a sol, ambos prefieren la sobriedad a la ostentación, ambos tienen el don de la palabra, ambos, en fin, suelen recibir el elogio casi unánime de sus discípulos. Tal vez por eso, cuando el destino los unió, hicieron buenas migas: el capitán y mediocentro del Barcelona, Guardiola, era uno de los frecuentes interlocutores de José Mourinho, el entonces ambicioso ayudante del técnico azulgrana, Bobby Robson.

Aquellos dos muchachos, convertidos hoy en los entrenadores más famosos del mundo, mantienen desde el sábado un formidable duelo psicológico, como si fueran pistoleros que se fulminan con la mirada antes de desenfundar. Durante estos días, Pep se devana los sesos inventando estrategias, tramando emboscadas, analizando mil vídeos y dibujando cruces en pizarritas. Quizá se distraiga unos minutos leyendo versos de Martí i Pol, oyendo canciones de Lluis Llach o escuchando las historias del colegio que le cuentan por la noche sus tres hijos, Marius, María y Valentina; pero no puede descansar. El fútbol le obsesiona, le consume por dentro como una enfermedad irremediable. Ya llegará el momento de cortar por lo sano y de marcharse a su adorada Italia (o a su retiro campestre de Sant Vicenç de Montalt) con su familia y con la de su mejor amigo, Manel Estiarte; ya llegará el momento de probarse los nuevos modelos de Antonio Miró, de cogerse la última novela de Vila-Matas, de reírse con los cuentos de Quim Monzó o de escuchar el nuevo disco de Manel.

Ahora no. Ahora debe disparar.