Una central atómica como refugio
Casi doscientos japoneses que lo perdieron todo tras el tsunami han hallado cobijo en la planta de Onagawa, donde ha habido fugas tóxicas
ONAGAWA. Actualizado: GuardarUn buzón con su nombre es lo único que queda de la casa de los Abe en Onagawa, uno de los pueblos costeros del noreste de Japón barrido por el tsunami del 11 de marzo. La familia vivía en primera línea de playa, donde el padre, Kihuko, y el hijo menor, Shinya, pescaban sardinas y cultivaban ostras. Las olas gigantes de hasta quince metros hundieron su barco y redujeron su hogar a un amasijo de cascotes y vigas de madera.
Ahora no tienen nada. Sin un techo bajo el que cobijarse, los Abe se han refugiado de manera temporal en la vecina central nuclear de Onagawa, donde el terremoto del jueves provocó fugas radiactivas al derramar el agua de las piscinas que almacenan el combustible usado de sus tres reactores, parados desde el temblor de hace un mes. Con las explosiones que han sacudido a Fukushima 1, buscar amparo en una planta atómica puede parecer de locos. Pero los Abe no son los únicos. Junto a ellos hay 170 damnificados que también perdieron sus casas en el 11-M nipón.
«Al principio vinieron 40 vecinos huyendo de la alerta de tsunami. Y luego muchos más que acogimos por razones humanitarias», explica Toshiyuki Aizawa, portavoz de la empresa que gestiona la central, Tohoku Electric. Los evacuados se alojaron en un centro de recepción de visitas de la planta. Como allí no había calefacción ni aseos para todos, fueron trasladados a un gimnasio, donde ha llegado a haber hasta 360 personas.
Ahora quedan 140 habitantes de Onagawa y 30 de Ishinomaki. Hay familias enteras con abuelos y niños que viven a pocos metros de los reactores. «Reciben dos comidas al día y las condiciones de seguridad son las mismas que hay en otros refugios», justifica Aizawa, quien tranquiliza diciendo que «los tres reactores están parados y estamos comprobando los daños y las fugas del último terremoto».
Sin miedo a los escapes
«El complejo es tan grande que ni siquiera sabemos dónde están los reactores», explica el hijo menor de los Abe, Kazuhiro, quien lleva ya casi un mes en la central. «Tras el tsunami, nos quedamos un par de días en casa de unos amigos en Ishinomaki, pero luego vinimos aquí porque estaban todos nuestros vecinos», relata el joven, que tampoco teme los escapes radiactivos.
«El jueves por la noche, la electricidad se fue por el gran temblor y los operarios de la planta nos trasladaron a una zona alta por riesgo de tsunami, pero todos estamos tranquilos porque pensamos que es un sitio seguro», relata entre las ruinas de su casa.
Cuando el tsunami azotó la costa, este funcionario municipal trabajaba en un edificio contiguo al Ayuntamiento. «El agua entró primero por las tuberías y luego las olas se lo llevaron todo por delante», desgrana Kazuhiro, quien subió hasta una quinta planta junto a otras 30 personas para salvarse. Lo consiguió por los pelos. «El agua se detuvo cuando ya nos llegaba por el pecho. Aunque bajó rápidamente, nos quedamos aislados porque todo estaba inundado».
A la central de Onagawa se accede por una carretera que bordea la bahía y es una muestra perfecta del desastre. En tierra, montañas de cascotes y edificios derruidos, algunos abatidos enteros por la fuerza de las olas. Sobre la arena, enormes depósitos de combustible para los barcos del puerto, resquebrajados como si fueran de plástico. Y, sobresaliendo del fondo del mar, los tejados de algunas casas que se llevó la corriente al retirarse.
De las copas de los árboles cuelgan boyas de barcos. El yate 'Delfín' aparece varado sobre el asfalto y rajado por la mitad. El tsunami lanzó embarcaciones a la carretera y coches a los tejados. Como si fueran de juguete, arrastró vagones de tren hasta la colina del cementerio, destrozando las lápidas y tumbas que encontró a su paso.