Bajorrelieve en el cenotafio de Fahlberg.
UNA LUPA SOBRE LA HISTORIA

Una historia dulce

De cómo Constantin Fahlberg inventó sin quererlo la sacarina a las mezclas caseras que ayudaron a un par de contrabandistas a elaborar la más auténtica

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En 1879 un científico despistado descubrió una sustancia maravillosa que ha proporcionado alegría a mucha gente que padece la enfermedad que se conoce como diabetes y, a la vez, a otras muchas les facilita mantenerse en línea.

El científico se llamaba Constantin Fahlberg y era de ascendencia judía, nacido en Rusia en 1850, y trabajaba para un laboratorio que dirigía un estadounidense también judío, llamado Ira Remsem.

Fahlberg estaba investigando sobre un alquitrán extraído de la hulla con el que se pretendía dar el uso normal del alquitrán: asfaltar carreteras, impermeabilizar techos, proteger maderas, etc.

A la hora del descanso, Constantin se dirigió a la cafetería del laboratorio, donde se dispuso a tomar un bocadillo.

Ni por precaución, ni por higiene, sino por despiste, el científico no se lavó las manos y cuando estaba degustando su refrigerio apreció un sabor muy dulce.

Protestó al camarero, pero cuando éste le aseguró que era imposible que el bocadillo llevase azúcar, más por curiosidad que por otra cosa, se olió las manos, apreciando un extraño aroma, a continuación se chupó los dedos y comprobó que eran éstos los que estaban dulces.

Dejó la comida sobre la mesa y corrió al laboratorio, donde hizo las comprobaciones pertinentes, llegando a la conclusión de que aquel producto con el que trabajaba tenía un sabor muy dulce.

Sin habérselo propuesto había descubierto la sacarina, una sustancia revolucionaria, tres veces más edulcorante que el azúcar y con muchas menos calorías.

Su nombre comercial es E954, con el que aparece en multitud de productos como bebidas, alimentos envasados de cualquier tipo, bollería industrial, etc.

A estas casualidades, cuando buscando un resultado concreto se produce otro totalmente distinto y tan distante de lo perseguido, se las denomina 'serendipia', curiosa palabra acuñada por el inglés Horacio Walpole, a raíz de un cuento persa titulado 'Los tres príncipes de Serendip', nombre en parsi de la Isla de Ceilán, los cuales solucionaban sus problemas a través de casualidades increíbles.

En fin, para abreviar, la serendipia es exactamente lo mismo que cuando nosotros, de una manera mucho más coloquial, decimos que tal o cual cosa ha salido por chiripa.

Se preguntará el lector que hacia donde vamos y si tiene un poco de paciencia, conocerá la historia.

El que me contó, la contó, era uno de sus protagonistas, un hombre mayor al que, casualmente, llamaban El Chiripa.

Yo estaba destinado en Algeciras y una noche de invierno del año 1971, mientras trabajábamos, El Chiripa, un policía viejo, resabiado y simpático, como buen andaluz, me contó que él, como muchas personas de su entorno, se había dedicado al negocio del contrabando en «los duros años del hambre» y antes de ingresar en la Policía.

Como es natural, ahora nos sorprende que un policía se haya dedicado al contrabando, pero en tiempos difíciles y, sobre todo, en la zona de la Bahía de Algeciras, contrabandear con Gibraltar, Tánger o Ceuta, era la cosa más natural del mundo, socialmente aceptada y legalmente ignorada.

¿Quién no fue a Algeciras o a La Línea en aquellos años a comprar impermeables Piuma D'oro, faldas plisadas de tergal, paraguas automáticos, estilográficas Parker, bolígrafos, tabaco, mecheros de martillo y tantas y tantas cosas?

Por todos los alrededores del muelle, la parada de autobús o la estación del ferrocarril, había infinidad de individuos a los que llamaban cariñosamente 'los orejas' que se ofrecían a acompañarte a las casas en donde se vendían los artículos de contrabando. Y eso ocurría todavía en el año 1971, cuando supuestamente estaba cerrada la frontera con Gibraltar.

Pues bien, en aquella parte de nuestra provincia, las reglas del juego eran otras y el contrabando o estraperlo, que de ambas formas se llama, era una actividad de lo más honrosa, como honrado era El Chiripa que tenía un socio, la madre de un amigo suyo, que lo captó por su desparpajo y valentía ante la vida. Entre las muchas cosas con las que traficaban tenían un buen filón con la sacarina, protagonista de esta historia.

La sacaban de Gibraltar los trabajadores que diariamente entraban a la Colonia para desarrollar las actividades más diversas y la compraban en farmacias y en alguna tienda de alimentación.

El Chiripa y su jefa sacaban las pastillas de sus envases y las iban guardando en una talega de terciopelo granate que la gitana escondía celosamente, tirando con precaución los envases vacíos, para no ser descubiertos.

Cuando tenían una buena provisión, una mañana, tomaban el autobús y se marchaban a Jerez, con la talega bien oculta para evitar los controles que la Guardia Civil hacía de los vehículos que procedían del Campo de Gibraltar.

A media mañana llegaban a su destino y se dirigían a una de las más famosas bodegas de la ciudad, cuyo nombre no debo desvelar, por razones obvias.

Allí los recibían cariñosamente y cuando la gitana se sacaba de los refajos la talega de la sacarina, el químico de la casa comprobaba la mercancía, la pesaba y pagaban religiosamente a un precio que compensaba sobradamente todo el esfuerzo realizado.

Pero por alguna razón que mi amigo desconocía, la sacarina empezó a faltar y a ellos, a fastidiárseles el negocio. Trataron de buscarla en Tánger, en Ceuta y en Melilla, pero era imposible. Establecieron contacto con Canarias, pero todo fue en vano. ¡No había sacarina en el mercado! Y de la bodega los llamaban reclamando mercancía.

No me quedó muy claro de quien fue la idea, pero lo cierto es que se les ocurrió fabricar ellos mismos la sacarina y lo hicieron de la forma más sencilla.

Lo primero que hicieron fue arrepentirse de haber tirado los envases, de manera que se pusieron manos a la obra para conseguir algunos similares, aunque fueran de otro tipo de producto, con tal de que fueran pastillas redondas. Cuando por fin lo consiguieron, empezaron con su inventiva. Para eso usaron dos elementos básicos: el azúcar y el almidón.

Compraron varios kilos de almidón y empezaron a hacer pruebas mezclándolo con azúcar, hasta conseguir un dulzor semejante al que tenían las pastillas que sacaban de Gibraltar.

El almidón es una sustancia en desuso, pero hace cincuenta años era un producto muy corriente en todas las casas y se utilizaba para dar apresto a la ropa blanca, sobre todo a las camisas, sábanas, etc.

Se ponía a hervir un poco de agua con unos trozos de almidón, hasta que se derretía y se formaba una especie de engrudo que se mezclaba con el agua del último aclarado, que cuando se secaba, dejaba la tela como si fuera de cartón.

Pues bien, mezclando azúcar, almidón y agua en las proporciones adecuadas, conseguían ese engrudo que, además, resultaba dulce y con el que, con paciencia infinita, iban rellenando las cavidades de los envases. Lo dejaban enfríar hasta que se formaba una pastilla que iba a la talega de la gitana.

Ellos sabían que con aquel procedimiento no podrían mantener el engaño por mucho tiempo, así que se afanaron en la producción masiva de sacarina; mientras, mantenían contacto con la bodega, prometiéndoles una buena remesa.

Cuando consiguieron una cantidad de pastillas que a ellos mismo les asustó, la dividieron en partes y hablaron con un taxista que conocía El Chiripa, el cual se ofreció a levarlos a Jerez de madrugada, para evitar los controles rutinarios y cogiendo por una ruta secundaria que evitara las carreteras más transitadas.

Una vez en Jerez, fueron directamente a su principal cliente, en donde les pidieron que esperaran, porque el químico tenía que venir a darle el visto bueno a la mercancía. Asustados por la posibilidad de que el químico descubriera el fraude, esperaron pacientemente hasta que llegó el de la bata blanca. Sin decir palabra, la gitana se sacó de la faltriquera dos talegas llenas a rebosar de pastillas de almidón y azúcar.

-¿De dónde la habéis sacado? -les preguntó el químico. Ellos se miraron y la gitana le contestó con desparpajo:

-Eso no se lo podemos decir, señorito.

Seguidamente el químico tomó una pastilla y ante el pánico de los dos contrabandistas, la chupó largamente.

Luego empezó a hacer síes con la cabeza, mientras exclamaba: ¡Esta! ¡Esta es la buena! ¡Esta es la auténtica sacarina! ¡La mejor que habéis traído nunca!

Se miraron sorprendidos y de inmediato supieron que había que aprovechar la oportunidad y pedir un precio más alto. Eso y salir corriendo.