Los supervivientes marginados del tsunami
RIKUZENTAKATA. Actualizado: GuardarHace 66 años, la guerra le arrebató un hermano a Haruko Hatakeyama. El tsunami de hace dos semanas le robó a dos, además de un par de nietos y un cuñado. A la hora de sufrir, resulta difícil elegir entre ambas tragedias, pero esta anciana de 82 años y abultada cabellera blanca lo tiene claro. «Ni siquiera durante la guerra vi tanta destrucción como ahora», explica en el salón de actos de la escuela de Rikuzentakata, uno de los pueblos más castigados por la ola gigante en la prefectura de Iwate, al noreste de Japón.
Desde el pasado día 11, este colegio, estratégicamente construido sobre una colina, es su nuevo hogar. El antiguo fue barrido por el tsunami pese a situarse a un kilómetro y medio de la costa. El mismo destino corrió el 80% de las casas en esta localidad de 24.000 habitantes, donde se han recuperado 844 cadáveres y oficialmente hay 1.646 desaparecidos. Pero podrían ser muchos más porque familias enteras siguen sepultadas bajo la montaña de escombros a que quedó reducido el pueblo.
Entre los damnificados como Haruko, que perdieron su casa pero no la vida, 1.200 se han cobijado en la escuela. La mayoría son ancianos que a los achaques propios de la edad suman ahora las penurias de malvivir como refugiados de guerra: dormir en el suelo sobre colchonetas, resguardarse con mantas del intenso frío, echar al cuerpo solo una sopa caliente al día, alimentarse a base de onigiris (los típicos triángulos de arroz nipones), carecer de ducha y compartir los retretes portátiles.
Diez días sin bañarse
«A los diez días de estar aquí, nos llevaron por fin a una base militar para darnos un baño», explica Haruko, una mujer encantadora que lo ha perdido todo y, aun así, ofrece al periodista la más amable de sus sonrisas y hasta una lata de bebida isotónica. A su espalda, otra viejecita, que se protege con una mascarilla y apenas puede moverse, se sostiene temblorosa sobre un bastón mientras un voluntario la sujeta del brazo. Unos metros más allá, un anciano aterido de frío se acurruca tiritando en las mantas, mientras otro se pone un anorak de colores, repartido por la ayuda humanitaria, porque en el espacioso salón de actos no hay calefacción.
¿Pero es que no tienen otro lugar adónde ir ni familiares que los acojan? «Mi hijo vive en Xiogama, el puerto de Sendai, en una casa de tres pisos que no ha sido dañada, pero no quiero ir allí para no molestar a su familia», responde Haruko. «Mi nieta es enfermera y está muy ocupada trabajando» o «la casa de mi sobrino es muy pequeña» son otras excusas recurrentes entre los solitarios ancianos de Rikuzentakata.
Por neumonía, hambre, frío, fuertes diarreas o falta de medicinas, docenas de ancianos han muerto en los traslados a los refugios o en los hospitales golpeados por el tsunami. Entre ellos, catorce que fueron evacuados cerca de la central de Fukushima y otros once que fallecieron en una residencia de Kesennuma cuando se acabó el gasóleo para la calefacción y sufrieron temperaturas bajo cero durante seis días.