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ZONA DE EXCLUSIÓN

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Cuando se pisotea un hormiguero siempre quedan vivos algunos de sus atareados habitantes. Ignoran que les llamamos himenópteros y que estudiamos sus categorías sociales. Se preguntó Ramón Gómez de la Serna, el «revelador del universo», si las hormigas no serían los marcianos, que ya habían ocupado la Tierra, para ver cómo iban las cosas por este planeta. Las zonas de exclusión de las catástrofes naturales no las establecen los eventuales seres humanos. Los seísmos caen donde caen y solo podemos hablar de su periodicidad y de sus índices de frecuencia. Lo de Fukushima se parece mucho a lo de Hiroshima y Nagasaki, pero también a lo de Chernóbil. Las primeras consecuencias del tsunami han procurado ya más de 1.700 muertos que un rato antes gozaban de espléndida salud y hay más de 300.000 personas buscando un escondite para cuando pase la insubordinación del mar. Lo que más les importa a los que piensan seguir viviendo el tiempo suficiente para consolarse y sobreponerse a la pérdida de sus seres más queridos son los niveles de radiación.

Cuando al presidente norteamericano Truman le informaron sobre algunas teorías de Stalin, dijo, no sin desprecio: «me están hablando de un hombre preatómico». Todo varió en las estrategias bélicas a partir del descubrimiento de la bomba maldita, capaz de eliminar ciudades del mapa en un abrir y cerrar de ojos del piloto que las arrojaba. Todos menos los misteriosos arsenales que guarda por mar y tierra la Naturaleza. La Liga Árabe puede reservar zonas de exclusión aérea en Libia, pero nadie puede excluir a nadie de que los escombros no lleguen a su cuarto de estar mientras está viendo el Barcelona-Sevilla.

Todos tenemos nuestro fin de mundo particular, que no tiene por qué coincidir con el de los demás transitorios huéspedes de esta absurda casa de pensión que es el mundo. Nuestro tsunami ha movido al Banco de España. No se detectó a tiempo la burbuja y el susto nos va a quitar el hipo.