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Regresar del infierno para hacer la revolución

Víctimas de las torturas cometidas en las cárceles del régimen luchan por un nuevo país mientras intentan restañar sus heridas

BENGASI. Actualizado: Guardar
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«A la peor tortura los carceleros la llamaban Hyundai, como la marca del coche. Te ataban como un ovillo, te quedabas como cuando tres personas se sientan en la parte trasera del coche coreano, de ahí su nombre, metían una barra bajo las rodillas y te colgaban del techo boca abajo durante horas y horas». El jeque Ihab Jazwi acaba de cumplir 28 años y da gracias a Dios cada día desde el 17 de febrero por el levantamiento contra el régimen de Muamar Gadafi. La libertad le ha costado un machetazo en la cabeza y un disparo en el abdomen, las heridas físicas más recientes que los seguidores del dictador le han causado.

Las más profundas, sin embargo, las sufrió durante sus tres años de encierro en la célebre prisión de Abu Slim, en Trípoli, adonde eran enviados los presos políticos, calificación muy amplia que englobaba también a las personas de fuerte convicción religiosa. «Me acusaron de estar en contra del sistema, pero nunca pudieron obtener pruebas, ni siquiera hablaba de política en las oraciones de los viernes. Tardaron un año en decirme de qué se me acusaba y durante ese tiempo nunca pude ver a mi familia. No sabía si estaba vivo o muerto, para ella también fue una tortura. Libia era una gran cárcel, no era necesario estar entre rejas», recuerda desde la misma cama, donde se recupera de las heridas, de la que una noche de 2006 le sacaron a golpes los agentes del orden.

En Abu Slim unos 1.200 presos fueron asesinados por el régimen en 1996, según organizaciones de defensa de los derechos humanos y la oposición libia. Allí también fue llevado Anes Almugarby, vecino de Jazwi. Su delito fue «que mis dos mejores amigos decidieron en 2005 ir a Irak para combatir a los americanos». Fue suficiente para encerrarle durante tres años y dos meses en una inhóspita celda.

La fijación del régimen por el islamismo se acentuó tras la invasión estadounidense del país del golfo Pérsico y sigue vigente ya que para Gadafi la revolución que vive el país no es más que «una acción de Al-Qaida». La Justicia declaró inocente a Almugarby a los quince meses de la detención, «pero me retuvieron dos años más entre rejas sin explicación alguna», comenta este psiquiatra mientras recuerda las condiciones de vida «en celdas para siete personas». Muchos de sus amigos murieron luchando junto a la insurgencia en Bagdad y los demás le dieron la espalda. «Cuando pasas por la cárcel de Gadafi eres un apestado para el resto de tu vida porque el régimen puede encarcelar a cualquiera que se relacione contigo».

Cuatro meses de latigazos

Almugarby tuvo suerte porque nunca sufrió torturas. Todo lo contrario que Mansur Jaber o Ibrahim Mohamed, víctimas de malos tratos en el centro de interrogación más temido de Libia: los calabozos de la Seguridad Interna de Bengasi, hoy reducidos a cenizas. Mohamed, antiguo policía militar que colgó el uniforme porque le obligaban a formar parte de un equipo de torturadores, pagó cara su decisión. «Estaba en la calle, sin trabajo, era muy pobre y me detuvieron acusado de ser miembro de Al-Qaida. Una locura. Cuatro meses seguidos de golpes en las plantas de los pies y latigazos en la espalda intentando que confesara. ¿Cómo iba a ser yo de Al-Qaida?», se pregunta. Un compañero de celda no aguantó los tormentos y reconoció pertenecer al grupo terrorista. Fue condenado a muerte.

Jaber fue trasladado del centro de tortura, situado frente al puerto, a un lugar secreto. Le taparon los ojos y a los pocos minutos bajó a trompicones unos escalones hasta dar con sus huesos en una celda. «Pasé un mes entero encerrado sin ver a luz. Recuerdo estas baldosas, las columnas. Vuelvo a sentir el frío de aquellos días», rememora mientras sube y baja las mismas escaleras de las mazmorras de la fortaleza de Gadafi en Bengasi, hoy convertidas en un museo del horror.

«Nunca había estado seguro del lugar al que me llevaron, pero ahora sé que estuve aquí, no hay duda», afirma mientras pasa su mano por la pared. Los sesenta días de arresto cambiaron su vida para siempre. Su nombré pasó a engrosar la lista negra, tuvo que dejar los estudios de Medicina y nunca le dieron un trabajo. Ahora tiene 42 años y sueña con rehacer su vida en una nueva Libia.