EL CATARRO DE LAS ESTATUAS
Actualizado: GuardarEl islam, que según algunos que vivían lejos fueron espadas que asolaron el poniente, se está volviendo del revés. Los de la cábala y «el ajedrez alto de las celosías» parece que se han cansado de vivir en otra edad, en otro tiempo. Les llamamos revueltas a los prólogos ensangrentados de las distintas eras, pero el síntoma primero es que se resfríen las estatuas de los tiranos. No recurren al Frenadol, sino a los bombardeos. Muamar el Gadafi ha lanzado al Ejército contra el pueblo pero llevará las de perder porque sus soldados son también pueblo, aunque los componentes hayan traicionado a su clase. Además no hay balas para todos. Gadafi es un líder anacrónico, como casi todos los que se enquistan en el poder. Tiene pinta de portero de cine de la Gran Vía madrileña de los años sesenta. Luce unos entorchados y unas túnicas que solo pueden competir sin desdoro con la marca del tinte que usa para su pelo, pero lo peor no es eso, sino que en vez de cubierto de pescado utilice un alfanje. Su régimen se está desmoronando entre una violencia bestial. Hay aviones y armas pesadas. Por cada bombardeo aumenta el precio del petróleo. Que Alá nos coja confesados.
Nosotros los occidentales, que somos los plusmarquistas del egoísmo global, observamos las conmociones como si no fueran con nosotros. Lo más que decimos es que les está costando mucho salir de la Edad Media a algunos países, incluso a los que llamamos hermanos, para disimular, puesto que nos pillan a la vuelta de la esquina mediterránea. ¿Quién ha puesto de acuerdo a los que habitan en pueblos tan distintos para rebelarse? ¿Que es la Historia, se preguntó Napoleón. Como era emperador y nadie podía llevarle la contraria se dio la respuesta: «una sencilla fábula que todos hemos aceptados», dijo. ¿Cuántos muertos protagonizan ese relato? Todo empezó cuando estornudaron las estatuas. Los dictadores ya no se llevan, pero las democracias necesitan demócratas.